– ¡Me encanta esta casa! ¡Hijo, ponla a mi nombre! – La suegra reclama mi hogar.

Alicia se quedó paralizada al oír las palabras de su suegra. Sus dedos se abrieron solos, y la bandeja se estrelló con un estruendo contra el suelo de la terraza. Los trozos de cristal salieron disparados en todas direcciones.

Jorge y Nina Romero se volvieron de golpe. En el rostro de la suegra, el susto se transformó rápidamente en una fingida preocupación.

—¡Cariño! —exclamó ella, levantándose de un salto—. ¿No te has cortado? Déjame ayudarte.
—No se acerque —Alicia alzó una mano—. Lo he oído todo.

Dirigió una mirada ardiente hacia su marido. Jorge estaba sentado con los hombros caídos, la cabeza gacha y retorciendo nerviosamente el mantel.

—Jorge —la voz de Alicia temblaba de tensión—. ¿Tienes algo que decirme?
—¡Alicia, no has entendido bien! —balbuceó Nina Romero—. Solo estábamos comentando…
—No hablo con usted —la interrumpió Alicia con dureza—. ¿Jorge?

Un silencio denso llenó el aire.

—Hijo —la suegra volvió a hablar, acercándose a Jorge y posando una mano en su hombro—, ¿no vas a abandonar a tu madre, verdad?

Jorge alzó la cabeza lentamente. Sus ojos se encontraron con los de Alicia, donde solo se veía dolor y una vergüenza profunda.

—Mamá —su voz era suave pero firme—, te quiero. Eres mi madre y siempre velaré por ti.

Nina Romero esbozó una sonrisa triunfal, lanzando una mirada victoriosa a su nuera. Pero Jorge se puso en pie y continuó:

—Pero a Alicia la amo más. Y no haré nada que la hiera o la perjudique.

La sonrisa se borró del rostro de su madre.

—¿Qué estás diciendo, hijo? —susurró ella.
—Que debes hacer las maletas e irte —declaró Jorge con firmeza—. Y no volver hasta que no pidas perdón a Alicia y entiendas que no hay nada más importante que la familia que he formado.
—¿Familia? —los ojos de Nina Romero se abrieron llenos de ira—. ¿Y yo qué soy? ¡Yo, que te di a luz y te crié!
—Mamá —Jorge negó con la cabeza—, intentaste que engañara a mi propia esposa y que le quitáramos la casa. Y no es la primera vez que me manipulas.
—¡Ella te ha cambiado! —gritó Nina, señalando a Alicia—. ¡Te ha alejado de tu madre! ¡Maldita seas!
—Basta —elevó la voz Jorge, y su madre enmudeció—. No pienso escuchar más. O te disculpas, o te vas ahora mismo.

Sus labios temblaban.
—¿La eliges a ella? —musitó—. ¿Me echas a la calle?
—Tienes tu propia casa, mamá —respondió Jorge, exhausto—. Y seguiré ayudándote económicamente, como siempre. Pero aquí no eres bienvenida.

Con un sollozo, la suegra entró corriendo en la casa, y al poco se oyó el portazo. Alicia y Jorge se quedaron solos en la terraza, rodeados de cristales rotos.

—Perdóname —susurró Jorge, acercándose a su mujer—. No debería haber callado. Ni siquiera haberla escuchado.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Alicia en voz baja—. Estabas hecho un manojo de nervios.
—Quería que hablara contigo de vender la casa —confesó Jorge—. Decía que se sentía sola, que esta casa era demasiado grande para nosotros dos. No sabía cómo planteártelo. Luego vino y empezó a presionarme, diciendo que si no accedías, habría que actuar… de otro modo.
—¿De verdad me has elegido a mí y no a ella? —preguntó Alicia, mirándolo.
—La quiero —respondió Jorge con sencillez—. Pero lo que proponía no era amor, era egoísmo. Y yo no participaré en eso.

Alicia dio un paso hacia su marido y se dejó abrazar.

A la mañana siguiente, Nina Romero se marchó sin despedirse. Pero la paz no llegó: comenzaron las llamadas interminables.
—Mamá, no voy a cambiar de opinión —repetía Jorge con firmeza al teléfono—. No te abandono. Pero tampoco abandonaré a Alicia.

Poco a poco, las llamadas cesaron. Jorge se mantuvo firme. Una tarde, mientras tomaban té en la terraza, él sonrió por primera vez en mucho tiempo, con sinceridad.
—Sabes —dijo, mirando a su mujer—, creo que lo hemos superado.

Alicia asintió, apretando su mano entre las suyas. La casa volvía a ser su refugio.

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– ¡Me encanta esta casa! ¡Hijo, ponla a mi nombre! – La suegra reclama mi hogar.