Cuando tenía apenas veintiséis años, pensé que mi vida ya estaba encaminada. Tenía un hombre con quien vivía desde hacía tres años y un hijo pequeño, travieso y muy tierno, que acababa de cumplir dos años. No estábamos casados, pero vivíamos como una familia: compartíamos una casa, una cama y las mismas preocupaciones. Soñaba con tener un segundo hijo, con una felicidad tranquila donde las risas de los niños no cesaran y las mañanas en la cocina olieran a churros. Pero la vida no siempre sigue el guion que le escribes…
Unos meses después de nacer mi hijo, volví a quedarme embarazada. Me enteré por casualidad y, a pesar del miedo, me alegré; significaba que Dios lo permitía. Sin embargo, mi alegría duró poco. Después de la primera cesárea, este nuevo embarazo resultó peligroso. Los médicos fueron claros: si decidía seguir adelante, podía no sobrevivir al parto. Un ginecólogo, el más directo, mirándome a los ojos, me dijo: “Puedes tener al bebé, pero corres el riesgo de no volver a casa”. Entonces decidí abortar.
Después de la operación, me costó mucho recuperarme, más anímicamente que físicamente. Sentía que todo en mi interior había quedado quemado. No recibí ni compasión ni apoyo del padre de mi hijo. Ni siquiera me hizo una sola pregunta. Simplemente dijo: “Si es así, pues es así”. Como si habláramos no de vida y muerte, sino de comprar una nevera nueva. Entonces entendí: estaba sola en este dolor. Completamente sola.
Empecé a entrar al chat por las noches. No buscaba coqueteo, solo quería distraerme, sentirme viva y un poco necesaria. Al principio, eran charlas vacías, cumplidos de rutina, insinuaciones vulgares, todo de lo que quería salir rápidamente. Pero una noche, cerca de la medianoche, me escribió él. Un desconocido. Sus palabras eran cálidas y sencillas, no había ni una pizca de vulgaridad, solo sinceridad. Me quedé en el chat más tiempo del habitual. Me preguntó si tenía Facebook. Al principio, me negué, no quería abrir mi corazón al primer desconocido. Pero él insistió, sin presionar ni apresurarme, solo me convenció de que lo que le interesaba no era mi cuerpo, sino lo que tenía en la cabeza.
A la mañana siguiente, le conté que iba de excursión y que pasaría por su ciudad durante media hora. Estaba trabajando, pero prometió venir aunque fuera solo cinco minutos. Y lo hizo. Salió del coche, sonrió y me abrazó como a una vieja amiga. Y se marchó. Sin insinuaciones, sin preguntas, sin expectativas. Solo dejó una mirada que no podía sacar de mi cabeza.
Esa noche, en casa, vi su mensaje. Me había escrito de nuevo. Empezamos a hablar todos los días, como si nos conociéramos desde hacía cien años. Una semana después, nos volvimos a ver. Esta vez no fueron solo cinco minutos. Esta vez estuvimos solos. Todo ocurrió. Y pensé: eso es todo. Como siempre. Un hombre consigue lo que quiere y desaparece. Pero al día siguiente, fue él quien escribió primero. Propuso que nos viéramos otra vez. Dijo que quería verme, simplemente estar cerca. Alquilamos una habitación de hotel. No quería traerlo a donde vivía con el padre de mi hijo.
Ya han pasado dos semanas. Y siento que me estoy enamorando. De verdad. El corazón late con fuerza cuando me llama. Sonrío como una niña cuando escucho su voz. Quiero todo con él: café por la mañana, viajes juntos, charlas a medianoche. De nuevo tengo ganas de vivir.
Pero ahora tengo miedo. ¿Qué pasará si se enamora de mí de verdad? ¿Y si un día quiere formar una familia conmigo, tener un hijo? ¿Cómo le diré que ya no puedo ser madre? ¿Que el médico me prohibió dar a luz porque podría morir?
Tengo miedo de confesarlo. No quiero destruir lo que acaba de empezar. No quiero quedarme sola otra vez. No estoy segura de que él lo entienda. Los hombres quieren descendencia. Quieren que la mujer que aman les dé un hijo o una hija. Y yo no podré…
A veces pienso que quizás lo mejor sería irme ahora. Antes de que sea demasiado tarde. Antes de que me sumerja completamente en este sentimiento. Pero luego me envía un mensaje de voz diciendo simplemente: “Buenos días, guapa”, y toda mi determinación se desmorona como un castillo de naipes.
¿Qué debo hacer? ¿Cómo decirle al hombre del que me estoy enamorando que no puedo darle un hijo? ¿Es necesario temer a la verdad si el corazón ya ha decidido?