Me enamoré de mi vecino. Mi hijo no quiere saber nada de mí.

Me enamoré del vecino. Mi hijo no quiere reconocerme.

¿Qué haces, madre? ¿Te has vuelto loca? gritó Carlos, con la cara roja como un remolacha. ¿Tú con el vecino? Ese señor excéntrico que siempre está detrás de la valla?

Yo estaba en la cocina, aún aferrando una servilleta. No esperaba tal reacción. Solo dije que estaba saliendo con don Antonio. Que llevábamos meses hablando, que disfrutábamos la compañía del otro. Que creo que me he enamorado.

¡Papá no lleva ni tres años bajo tierra! vociferó mi hijo. ¡¿Cómo puedes?!

Me dio una náusea. Quise sentarme, pero él ya se encaminaba hacia la puerta.

No me llames. No quiero saber de ti lanzó, y golpeó la puerta con tal fuerza que los cristales temblaron.

Y entonces quedó el silencio.

Me quedé sola. No era ese silencio familiar al que me había acostumbrado con los años; era el vacío tras la ausencia del hombre al que di a luz, crié y amé con el corazón.

¿Acaso no tengo derecho a la felicidad? No hice nada malo ¿verdad? No busqué el amor. Llegó a mí tímidamente, en silencio, cruzando la verja, entre tazas de té, entre risas en el jardín. Y ahora mi propio hijo dice que ya no soy su madre.

¿Realmente no tengo derecho a ser feliz?

Esa noche no cerré los ojos ni un minuto. Yacía en la cama, mirando el techo, mientras su voz resonaba en mi cabeza: «No quiero saber de ti». Aquellas palabras dolían más que cualquier cosa que me haya ocurrido. Ni siquiera el funeral de mi marido fue tan desgarrador. Esa muerte fue una tragedia, sí, pero natural. Esto era como romper el vínculo con mi propio hijo.

Antonio me escribió al amanecer: «Pienso en ti. Estoy aquí si quieres hablar». No respondí. Me consumía la culpa. No por él, sino por Carlos. Sentía que había cometido un error irreversible.

Todo el día recorrí la casa como un fantasma. Fotos de familia en la repisa, tazas con la leyenda «la mejor abuela», dibujos de los nietos pegados al frigorífico Todo me recordaba que una vez fui parte de algo sólido. Que fui madre, abuela, esposa. Y ahora me sentía egoísta.

Al atardecer llegó mi hija, Isabel. Trajo un bizcocho y un vaso de zumo de frambuesa, como siempre. Se sentó a la mesa y me miró a los ojos.

Escuché lo que pasó dijo.

Asentí, sin permitir que las lágrimas se desbordaran.

¿Y tú qué piensas? pregunté en voz baja.

Encogió de hombros.

¿Sinceramente? No lo sé. Papá era un hombre maravilloso. Me cuesta imaginarte con alguien más. Pero ya no eres una jovencita. Tienes derecho al cariño, a la cercanía vaciló. Solo entiende a Carlos. Él sigue vivo en los recuerdos.

Yo vivo el día a día contesté. Y en él estoy muy sola.

Isabel me sostuvo la mano con delicadeza.

No sé qué decir, madre. Pero estoy contigo.

Aquellas palabras fueron como una curita sobre la herida. No curaron el dolor, pero me dieron fuerzas para levantarme al día siguiente y acudir al jardín, como siempre.

Antonio estaba en la puerta, con su expresión torpe y una termo de té bajo el brazo.

¿Puedo quedarme un instante? preguntó.

Asentí. Se sentó a mi lado en el banco.

Lamento que todo haya salido así murmuró. No quería causarte problemas.

No es tu culpa respondí. Creo que simplemente no tengo derecho a esas cosas.

Antonio me miró con una seriedad que nunca le había visto.

No lo digas así. Tienes derecho. Yo también. Durante años hicimos todo «como se debe». Tal vez ahora sea tiempo de hacer algo a nuestra manera.

Sentí calor en la garganta. No respondí, pero tampoco huí. Me quedé. Permití que el silencio nos envolviera, un silencio que no hería, sino que acunaba.

Pasaron tres semanas. Carlos no se manifestó. No llamó, no contestó mensajes. Los nietos eran un eco de silencio. Como si alguien hubiera cortado con tijeras gruesas toda mi vida hasta entonces. Y aunque el dolor era constante, empecé a aprender a respirar de nuevo.

Con Antonio nos veíamos casi a diario. No hacíamos nada extraordinario: té, charlas en el banco, alguna compra conjunta. Pero eso bastó para sentir que volvía a vivir, que alguien me veía no como madre, viuda o abuela, sino como mujer.

Una tarde, al volver del mercado, vi el coche de mi hijo aparcado bajo la casa. Me quedé helada. Por un momento quise dar la vuelta, esconderme, fingir que no estaba. Pero avancé sin vacilar y entré.

Carlos estaba sentado a la mesa, sin niños a su alrededor.

Vine a decirte que creo que me pasé dijo, sin mirarme. Pero aún no consigo aceptarlo.

Me senté enfrente de él.

No espero que lo aceptes. Solo que no me rechaces.

Guardó silencio largo.

Sabes cuánto amaba a papá.

Lo sé. Yo también lo amaba. Pero él se fue. Yo sigo aquí. Y no quiero morir mientras aún estoy viva.

Finalmente me miró. En sus ojos había rabia, dolor y quizá un atisbo de comprensión.

Va a ser difícil para mí.

Para mí también contesté. Pero no dejaré de amarte solo porque no estés de acuerdo conmigo.

Carlos se levantó, se acercó y me abrazó brevemente. No dijo nada más. Pero fue suficiente para empezar.

Hasta hoy no sé si fue la decisión correcta. Pero el amor no llega cuando le conviene a todos. Cuando llega, hay que recibirlo, aun cuando implique que alguien se dé la vuelta. Aunque duela. Porque solo así vuelve la oportunidad de sentir, de verdad, que se vive.

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MagistrUm
Me enamoré de mi vecino. Mi hijo no quiere saber nada de mí.