Me echó de casa

Valentina Rodríguez estaba plantada en el umbral de su propio piso con dos maletas en las manos, sin dar crédito a lo que ocurría. A sus espaldas, la puerta se cerró de golpe y el cerrojo sonó con un clic demoledor. Su hija, Ángela, la había encerrado fuera con todo el arsenal de pestillos.

—¡Mamá, lo digo en serio! —gritó Ángela desde el otro lado de la puerta—. ¡Hasta que no recapacites, no entras!

Valentina se apoyó contra la pared del rellano. Las piernas le temblaban y un zumbido furioso atronaba su cabeza. Setenta y dos años vividos y jamás había sufrido una humillación semejante.

—Ángela, cariño, ¿me abres, por favor? —rogó, conteniendo las lágrimas—. Hablemos con calma.

—¡No! —cortó su hija—. Estoy harta de discutir contigo. ¿Hasta cuándo voy a aguantar tus desplantes?

“Desplantes”. Valentina soltó una risa amarga. Así llamaba su hija al intento de proteger a su nieto, Adrián, de los golpes del padrastro.

Todo había empezado esa mañana, al despertar con el llanto desconsolado del niño. Adrián solo tenía ocho años, pero lloraba con una desesperación de adulto. Valentina se levantó del sofá —dormía en el salón desde que cedió su habitación a Ángela y al nuevo marido, Víctor— y escuchó.

—¡Te he dicho que recogieras los juguetes! —rugió Víctor—. ¿Cuántas veces hay que repetírtelo?

—Ya los he recogido —sollozó Adrián.

—¡Mientes! ¡Ahí hay un coche debajo de la cama!

Siguió el sonido de una bofetada, luego un grito. Valentina no pudo contenerse y entró como un huracán en la habitación.

—¿Qué estáis haciendo? —exclamó al ver la mejilla enrojecida de su nieto—. ¡Es solo un niño!

—No se meta, Valentina —dijo Víctor con frialdad, abrochándose la camisa—. Esto no es asunto suyo.

—¿Cómo que no? ¡Es mi nieto!

—Y mi hijastro. Tengo derecho a educarlo.

Ángela estaba junto a la ventana, de espaldas. Valentina se acercó a Adrián y lo abrazó.

—Adrianito, tranquilo, la abuela está aquí.

—Mamá, no lo consientas —intervino su hija—. Víctor tiene razón, el niño está mimado.

—¿Mimado? —Valentina no daba crédito—. ¿Que saca sobresalientes, ayuda en casa y no molesta a nadie?

—Claro que molesta —gruñó Víctor—. Siempre tirando cosas, haciendo ruido, poniendo la tele a todo volumen…

—¡Si es un niño! ¿Quieres que se quede quieto como una estatua?

—Pues si estuviera bien educado, sí —espetó Víctor antes de marcharse a la cocina.

Valentina acompañó a su nieto al colegio, pensando en lo mucho que había cambiado su vida desde la llegada de aquel hombre. Ángela lo conoció seis meses atrás en el trabajo. Víctor era su jefe de departamento: cuarenta y cinco años, divorciado, sin hijos. Al principio, todo eran flores, regalos y cenas. Ángela brillaba de felicidad.

—Mamá, por fin he encontrado a un hombre de verdad —decía—. Víctor es fuerte, decidido, sabe lo que quiere.

Valentina se alegró por ella. Tras el divorcio del padre de Adrián, Ángela había pasado años sin encontrar a nadie. Pero Víctor, al principio, parecía perfecto: buen sueldo, educado con Valentina, hasta jugaba al fútbol con Adrián en el parque.

Sin embargo, cuando se mudó con ellas, todo cambió. Primero exigió la habitación.

—Mamá, es que necesitamos privacidad —rogó Ángela.

Aceptó, aunque el sofá del salón le destrozaba la espalda. Luego, Víctor impuso su ley: solo sus canales de TV, solo su comida en la nevera, y mano dura con el niño.

—Hay que hacer de él un hombre —explicaba—. Vosotras lo estáis malcriando.

Ángela asentía a todo. Valentina no la reconocía. Antes era independiente, con opinión propia. Ahora obedecía a Víctor como hipnotizada.

Al volver del colegio, compró ingredientes para un cocido —a Adrián le encantaba—, pero Víctor ya estaba en casa.

—Valentina —dijo al ver las bolsas—, Ángela y yo queremos hablar con usted.

Se sentaron en la cocina. Ángela arrugaba nerviosa una servilleta; Víctor la miraba como un interrogador.

—¿Qué pasa? —preguntó Valentina.

—Su intromisión con Adrián nos molesta —empezó él—. Lo malcría y mina mi autoridad.

—Solo lo protejo de injusticias.

—¿Qué injusticias? —saltó Ángela—. Víctor quiere formarlo.

—Los hombres de verdad no pegan a los niños —dijo Valentina con firmeza.

—¡Yo no le pego! —se indignó Víctor—. Algún cachete a tiempo, como cualquier padre.

—Tú no eres su padre.

—¿Y quién es? —frunció los ojos—. ¿Su padre biológico aparece? ¿Manda dinero?

Valentina calló. Su exyerno había desaparecido tras el divorcio, sin pagar ni llamar.

—Ya ve —continuó Víctor—. Yo sí me ocupo, lo educo y gasto dinero en él. Y exijo obediencia.

—Mamá —susurró Ángela—, Víctor tiene razón. Adrián debe ser más independiente.

—¡Tiene ocho años!

—A esa edad, ya debe entender la disciplina.

Valentina no reconocía a su hija. Esa mujer tensa y apagada no se parecía en nada a la Ángela alegre que crió sola a Adrián durante cuatro años.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó—. Nunca permitiste que lo maltrataran.

—¡Nadie lo maltrata! —replicó Ángela—. Víctor lo educa. ¡Tú solo estorbas!

—Hablemos claro —intervino Víctor—. Queremos vivir sin intrusos.

La sangre se le heló en las venas.

—¿Queréis que me vaya?

—Sí —asintió Ángela, sin mirarla—. Tienes tu pensión, puedes alquilar algo.

—¡Es mi piso! ¡Lo conseguí trabajando cuarenta años!

—Pero me lo regalaste —recordó su hija—. Cuando me casé la primera vez.

Valentina lo recordaba. Entonces le pareció bien: Ángela tenía veinticinco años, quería sentirse dueña. Pero el cierre de la fábrica arruinó sus planes. Con su mísera pensión, alquilar algo era imposible.

—¡Estoy empadronada aquí!

—Te darás de baja —atajó Víctor—. Ángela decide quién vive aquí.

—¡Soy su madre!

—Y te lo agradezco —dijo Ángela, con voz glacial—. Pero ahora tengo mi familia.

—¿Y yo no importo?

—Eres adulta. Te las arreglarás.

Esa noche, Valentina habló con Adrián mientras hacía los deberes.

—Cariño, ¿quieres que me vaya?

El niño alzó unos ojos llorosos.

—No, abuela, ¡no te vayas!

—Díselo a tu madre.

—Ya lo hice. Dice que Víctor necesita espacio.

Valentina lo abrazó, con el corazón en un puño. Pequeño e indefenso, se quedaba solo con aquel monstruo.

—Si Víctor te hace daño, llámame.

—¿Y vendrás?

—S—Claro que sí, mi vida —respondió Valentina, apretando su mano con fuerza—, y mientras tenga un lugar donde guarecerme, por pequeño que sea, jamás dejaré de luchar por ti.

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