¿Me echaste de casa a los catorce años y ahora esperas que cuide de ti en la vejez? ¡No lo conseguirás!
Ana María no solo dejó caer la taza; fue como si hubiera roto un frágil pedazo del pasado, algo que parecía haber dejado de existir hacía tiempo. La porcelana se hizo añicos con un estruendo, esparciéndose por el linóleo desgastado como huellas de una antigua opulencia, ya desvanecida y sin brillo. Un charco oscuro de té frío se extendía lentamente por el suelo, como dibujando los contornos de un continente inexistente: extraño, ajeno, lleno de dolor y promesas olvidadas.
¿Cómo cómo te atreves? Su voz temblaba como una cuerda a punto de romperse. Cada palabra salía con esfuerzo, cargada con el peso de todos esos años. Yo te di a luz, te crié, te alimenté ¡Eres mi hijo!
Me echaste la interrumpió Jorge con dureza, cruzando los brazos como una armadura que protegiera su alma de viejas heridas. Esa es la palabra clave. No “criaste”, no “alimentaste”, sino “fuera de aquí”.
El hombre delgado, de unos treinta y cinco años, con un rostro marcado por el tiempo y la amargura, se apoyó contra el marco de la puerta. Su mirada, intensa y casi dolorosa, se clavó en la mujer que una vez fue su madre y ahora le resultaba tan ajena. Sus cejas gruesas se fruncieron, y sus ojos, fríos y duros, no pedían perdón.
Mi niño Ana María intentó levantarse, pero sus rodillas flaquearon. Se quedó entre los trozos de porcelana, como si una parte de su alma también se hubiera roto. No lo entiendes eran otros tiempos otras circunstancias
Llevas años repitiendo lo mismo la voz de Jorge tembló levemente, pero apretó los dientes, como si intentara contener no solo la rabia, sino también el dolor. El noventa y ocho, la crisis, los delincuentes en las calles, la pobreza ¿Y decidiste que un chico de catorce años debía arreglárselas solo? ¿Y ahora, cuando necesitas ayuda, esperas que regrese para cuidarte? No. No va a pasar.
Se apartó del marco y caminó por la pequeña cocina, como si intentara ocupar un espacio que de pronto le resultaba demasiado estrecho. El techo era bajo, y tenía que agachar ligeramente la cabeza para no golpearse. El piso donde alguna vez vivió ahora le parecía diminuto, como si perteneciera a otro, a alguien ya olvidado.
Para Ana María, todo había comenzado con un colapso que destruyó su mundo en un instante. Su esposo, ingeniero en una fábrica, no había cobrado en seis meses. Ella apenas sobrevivía trabajando en un puesto del mercado. Y entonces, Sergio desapareció. Sin nota, sin llamada de despedida. Nada. Se esfumó, como disuelto en el aire.
Tres días después, la policía dio la noticia: encontraron su cuerpo junto a las vías del tren. Oficialmente, un accidente. Pero Ana sabía la verdad: su marido no pudo soportar la presión de la pobreza, la desesperación, la imposibilidad de mantener a su familia. Se rindió. Y la dejó sola.
Con un hijo de catorce años. Con deudas. Con las manos vacías.
Tendrás que irte a vivir con la abuela le dijo a Jorge mientras metía sus cosas en una vieja maleta raída. Su voz temblaba, disfrazando la mentira como esperanza.
¿Cuánto tiempo? preguntó el chico, tirando de la manga de su jersey, como si intentara aferrarse a algo de su vida anterior.
No mucho. Hasta que me estabilice.
Asintió. En silencio. La abuela vivía en un pueblo a doscientos kilómetros. Solo un autobús al día llegaba hasta allí.
Jorge recordaba cada detalle de aquel día. Cómo su madre evitaba mirarlo a los ojos. Cómo le apretó la mano en la estación. Cómo le dio un sobre con dinero y lo besó en la mejilla, rápido.
Vendré pronto. Obedece a la abuela.
Subió al autobús y se sentó junto a la ventana. Como si estuviera mirando hacia el futuro. Y su madre se quedó en el andén: pequeña, perdida, sola. El autobús arrancó, y ella se quedó atrás. Para siempre.
La abuela, Clara Estefanía, vivía en una casa vieja y torcida en las afueras del pueblo. No esperaba al nieto; Ana ni siquiera había avisado. Cuando Jorge llamó a la puerta, la anciana lo miró fijamente, como si intentara recordar quién era.
¿Jorgito? ¿El hijo de Ana?
Asintió.
¿Y tu madre dónde está?
Dijo que vendría luego.
Clara frunció el ceño, pero lo dejó entrar. La casa olía a humedad, hierbas medicinales y olvido. Una lámpara de queroseno iluminaba la mesa; la electricidad en el pueblo era intermitente.
Ponte cómodo dijo la abuela, señalando un sofá hundido. Pero esto no es un hotel. Hay mucho trabajo y pocas manos.
Así comenzaron sus días en el pueblo. Su madre no llamó. No escribió. No volvió. La primera semana, Jorge salía cada día a la carretera, mirando al horizonte. Para la segunda, dejó de hacerlo.
La abuela era dura. Lo inscribió en la escuela local y el resto del tiempo lo tenía trabajando. Cortaba leña, acarreaba agua, ayudaba en la huerta. Sus manos, acostumbradas a cuadernos y videojuegos, se llenaron de callos.
Aquí no eres un invitado le decía Clara. Si quieres comer, trabajas.
Y trabajó. Por las noches, lloraba en silencio, con la cara hundida en la almohada. Y esperaba. Esperaba que su madre volviera a buscarlo. Esperaba. Esperaba. Esperaba.
Pasó un mes. Dos. Seis. Un año.
Un día, encontró un sobre en el buzón. Dentro, unas pocas líneas escritas por su madre:
*”Jorgito, perdóname. No puedo llevarte contigo. Tengo una nueva familia. Mi marido no quiere un hijo ajeno. Quédate con la abuela. Algún día te lo explicaré.”*
Aquel día, algo se rompió dentro del chico de catorce años. Destrozó la carta en pedazos y los dejó volar con el viento. Luego se adentró en el bosque y gritó hasta quedarse sin voz.
La abuela me enseñó tu carta Jorge miró a su madre, que aún estaba sentada entre los restos de porcelana. No de inmediato. Tres años después. Cuando escapé del pueblo.
Ana María levantó la vista.
Yo te escribí muchas veces.
Una carta, madre. Una. Y hubiera sido mejor que ni siquiera esa.
Ella negó con la cabeza:
No puede ser. Enviaba dinero cada mes. Y cartas.
Jorge esbozó una sonrisa amarga:
Pues la abuela te engañó. Nunca vi ni dinero ni cartas.
En los ojos de Ana María brilló algo parecido al entendimiento.
Dios mío susurró. Yo pensé que no respondías porque estabas enfadado
Lo estaba Jorge apoyó las manos en la mesa. Todos los días, cada minuto. ¿Sabes lo que se siente al creer que tu propia madre te tiró como un trasto viejo?
Clara Estefanía era una mujer de otra época. Creía que los niños debían criarse con mano dura, que el trabajo curaba todas las penas. No abrazaba a su nieto, no le decía palabras cariñosas. Pero lo alimentaba, lo vestía, lo mandaba a la escuela.
Y odiaba a su hija. Ana,