Isabel García estaba plantada en el umbral de su propio piso con dos maletas en las manos, sin poder creer lo que sucedía. La puerta había cerrado de golpe tras ella, el cerrojo resonó con un clic metálico. Su hija Lucía la había encerrado, echando el pestillo.
—¡Mamá, lo digo en serio! —gritó Lucía desde dentro—. ¡Hasta que no recapacites, no vuelves a entrar!
Isabel se apoyó contra la pared del rellano. Las piernas le temblaban y un zumbido llenaba su cabeza. Setenta y dos años de vida y jamás había sentido semejante humillación.
—Lucía, cariño, ábreme, por favor —rogó, conteniendo las lágrimas—. Hablemos con calma.
—¡No! —cortó su hija—. Estoy harta de discutir contigo. ¿Hasta cuándo voy a aguantar tus tonterías?
*Tonterías.* Isabel soltó una risa amarga. Así llamaba Lucía a su intento de proteger a su nieto Javier de los golpes de su padrastro.
Todo había empezado esa mañana, cuando el llanto de Javier la despertó. Solo tenía ocho años, pero lloraba con una desesperación adulta. Isabel se levantó del sofá —dormía en el salón desde que cedió su dormitorio a Lucía y a su nuevo marido, Adrián— y se quedó escuchando.
—¡Te he dicho que recogieras los juguetes! —rugía Adrián—. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—Ya los he recogido —sollozaba Javier.
—¡Mientes! ¡Ahí hay un coche debajo de la cama!
Un sonido de bofetada, seguido del grito del niño. Isabel no pudo soportarlo y entró en la habitación.
—¿Qué estáis haciendo? —se indignó al ver la mejilla enrojecida de su nieto—. ¡Es solo un niño!
—No se meta, Isabel —respondió Adrián con frialdad, abrochándose la camisa—. Esto no es asunto suyo.
—¿Qué no es asunto mío? ¡Es mi nieto!
—Y mi hijastro. Tengo derecho a educarlo.
Lucía estaba junto a la ventana, dándole la espalda a su hijo. Isabel se acercó a Javier y lo abrazó.
—Javi, no pasa nada, la abuela está aquí.
—Mamá, no lo consientas —interrumpió Lucía—. Adrián tiene razón, el niño se ha vuelto insoportable.
—¿Insoportable? —Isabel no daba crédito—. ¡Saca buenas notas, ayuda en casa, no molesta a nadie!
—Molesta bastante —refunfuñó Adrián—. Siempre está dejando cosas tiradas, haciendo ruido, viendo la tele a todo volumen.
—¡Pero si es un niño! No puede quedarse quieto como una estatua.
—Claro que puede, si se le educa bien —sentenció Adrián antes de marcharse a la cocina.
Isabel acompañó a Javier al colegio, pensando en lo mucho que había cambiado su vida desde que Adrián entró en casa. Lucía lo había conocido hacía medio año en el trabajo. Era jefe de departamento, divorciado, sin hijos. Al principio, todo eran flores, regalos y restaurantes. Lucía brillaba de felicidad.
—Mamá, por fin he encontrado a un hombre de verdad —decía—. Adrián es fuerte, decidido. Sabe lo que quiere.
Isabel se alegró por ella. Tras su divorcio, Lucía no había conseguido estabilidad con ningún hombre: unos bebían, otros no trabajaban, ninguno sabía tratar a los niños.
Y Adrián, al principio, parecía perfecto. Buen sueldo, educado con Isabel, incluso jugaba al fútbol con Javier en el parque.
Pero cuando se mudó con ellos, todo cambió. Lo primero que exigió fue que Isabel le dejara el dormitorio.
—Mamá, entiéndelo —rogó Lucía—, somos adultos, necesitamos intimidad.
Isabel aceptó, aunque el sofá del salón le producía dolor de espalda.
Luego vinieron las reglas: solo los canales de televisión que a él le gustaban, solo la comida que él quería, y un trato estricto con Javier, sin concesiones.
—Un niño se convierte en hombre con disciplina —explicaba Adrián—. Vosotras solo lo malcriáis.
Lucía asentía a todo. Isabel ya no reconocía a su hija. Antes, Lucía tenía carácter, opinión propia. Ahora obedecía a Adrián como hipnotizada.
Al salir del colegio, Isabel compró comida para hacer la cena. Pero Adrián ya estaba en casa.
—Isabel —dijo al verla con las bolsas—, Lucía y yo queremos hablar con usted.
Se sentaron en la cocina. Lucía agitaba nerviosa una servilleta; Adrián la observaba como un interrogador.
—¿De qué se trata? —preguntó Isabel.
—Su intromisión en la educación de Javier afecta a nuestra vida en familia —empezó Adrián—. Lo malcría y me quita autoridad.
—Solo lo protejo de las injusticias.
—¿Qué injusticias? —intervino Lucía—. Adrián quiere hacer de él un hombre de provecho.
—Los hombres de provecho no pegan a los niños —afirmó Isabel.
—¡Yo no le pego! —se indignó Adrián—. Algún azote a tiempo, como cualquier padre.
—Tú no eres su padre.
—¿Y quién lo es? —adujo Adrián—. ¿Dónde está su padre biológico? ¿Paga la pensión? ¿Se interesa por él?
Isabel calló. Su exyerno había desaparecido tras el divorcio.
—Pues eso —continuó Adrián—. Yo sí me ocupo de él, lo educo, gasto dinero en él. Y exijo obediencia.
—Mamá —susurró Lucía—, Adrián tiene razón. Javier debe aprender a ser independiente.
—¡Tiene ocho años!
—Y a los ocho años hay que saber lo que es la disciplina.
Isabel no reconocía a su hija. Esa mujer de mirada apagada no era la Lucía alegre y luchadora que había criado sola a Javier durante años.
—Lucía, ¿qué te ha pasado? —preguntó—. Nunca permitiste que nadie lo maltratara.
—¡Nadie lo maltrata! —replicó Lucía—. Adrián lo educa. ¡Tú solo entorpeces!
—Basta —resopló Adrián—. Hablemos claro. Queremos vivir solos, sin intromisiones.
Isabel sintió un frío en la sangre.
—¿Queréis que me vaya?
—Sí —asintió Lucía, sin mirarla—. Tienes tu pensión, puedes alquilar algo.
—¡Lucía! —Isabel no lo creía—. ¡Este es mi piso! Lo conseguí trabajando cuarenta años en la fábrica.
—Pero me lo regalaste —recordó Lucía—. Cuando me casé la primera vez.
Isabel lo recordaba. Le había parecido justo. Pero la vida dio un giro: la fábrica cerró, su pensión era escasa, el alquiler imposible.
—Pero estoy empadronada aquí.
—Te darás de baja —dijo Adrián—. Lucía es la dueña y decide quién vive aquí.
—¡Soy tu madre! —gritó Isabel—. Te crié, te di todo…
—Y te lo agradezco —respondió Lucía, fría—. Pero ahora tengo mi propia familia.
—¿Y yo ya no importo?
—Eres adulta. Ya te las arreglarás.
Esa noche, Isabel habló con Javier.
—Javi, ¿quieres que me vaya?
El niño alzó los ojos, llorosos.
—No, abuela, ¡no te vayas!
—Díselo a tu madre.
—Ya lo hice. Dice que Adrián necesita espacio.
Isabel lo abrazó. Pequeño e indefenso, se quedaría solo con ese hombre cruel.
—Si AdriIsabel apretó los puños y, con una determinación que no sabía que aún tenía, se dirigió al centro de servicios sociales más cercano para luchar por su derecho a ver a su nieto.