Valentina López estaba en el portal de su propio piso con dos maletas en las manos, sin poder creer lo que ocurría. A sus espaldas, la puerta se cerró de golpe y el cerrojo resonó con un clic. Su hija Lucía la había encerrado con todas las llaves.
—¡Mamá, lo digo en serio! —gritó Lucía desde dentro—. ¡Hasta que no entiendas, no vuelves a entrar!
Valentina se apoyó en la pared del rellano. Las piernas le temblaban y la cabeza le zumbaba. Setenta y dos años viviendo en este mundo, pero nunca había sentido una humillación así.
—Lucía, cariño, ábreme, por favor —rogó, conteniendo las lágrimas—. Hablemos con calma.
—¡No! —cortó su hija—. Estoy harta de discutir contigo. ¿Hasta cuándo voy a aguantar tus tonterías?
Tonterías. Valentina sonrió amargamente. Así llamaba Lucía a su intento de defender a su nieto Pablo de los golpes de su padrastro.
Todo empezó esa mañana, al despertar con el llanto del niño. Pablo solo tenía ocho años, pero lloraba con una desesperación adulta. Valentina, que dormía en el sofá del salón (había cedido su habitación a Lucía y a su nuevo marido, Adrián), se levantó y escuchó.
—¡Te dije que recogieras los juguetes! —rugía Adrián—. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?
—Ya los he recogido —sollozaba Pablo.
—¡Mentira! ¡Ahí hay un coche debajo de la cama!
Se oyó una bofetada, seguida del grito del niño. Valentina no pudo aguantar más y entró en la habitación.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó, al ver la cara enrojecida de su nieto—. ¡Es solo un niño!
—No se meta, Valentina —dijo Adrián con frialdad, abrochándose la camisa—. Esto no es asunto suyo.
—¿Cómo que no? ¡Es mi nieto!
—Y mi hijastro. Tengo derecho a educarlo.
Lucía estaba junto a la ventana, de espaldas a su hijo. Valentina se acercó a Pablo y lo abrazó.
—Pablito, no pasa nada, la abuela está aquí.
—Mamá, no lo consientas —intervino Lucía—. Adrián tiene razón, el niño se ha vuelto un mimado.
—¿Un mimado? —Valentina no daba crédito—. ¡Saca buenas notas, ayuda en casa y no molesta a nadie!
—Claro que molesta —refunfuñó Adrián—. Siempre está dejando caer cosas, haciendo ruido, poniendo la tele demasiado alta.
—¡Es un niño! ¿Quieres que se quede quieto como una estatua?
—Puede hacerlo si se le educa bien —espetó Adrián, yéndose a la cocina.
Valentina acompañó a Pablo al colegio y, durante el camino, pensó en cómo había cambiado su vida desde que Adrián llegó a casa. Lucía lo conoció hacía seis meses en el trabajo. Él era el jefe de su departamento: cuarenta y cinco años, divorciado, sin hijos. Al principio, todo iba bien: flores, regalos, restaurantes. Lucía brillaba de felicidad.
—Mamá, por fin he encontrado a un hombre de verdad —decía—. Adrián es fuerte, decidido… Sabe lo que quiere.
Valentina se alegraba por ella. Después del divorcio del padre de Pablo, Lucía no había logrado formar una pareja estable. Conoció a varios hombres, pero las relaciones no funcionaban: o bebían, o no querían trabajar, o no sabían llevarse bien con los niños.
Adrián parecía perfecto al principio: buen sueldo, educado con Valentina, incluso jugaba al fútbol con Pablo en el parque.
Pero cuando se mudó con ellas, todo cambió. Lo primero que hizo fue exigir la habitación de Valentina.
—Mamá, entiéndelo —suplicó Lucía—. Somos adultos, necesitamos intimidad.
Valentina aceptó, aunque dormir en el sofá le provocaba dolores de espalda. Luego, Adrián empezó a imponer sus normas: solo ver los canales que a él le gustaban, solo comer lo que a él le apetecía, y ser estricto con Pablo, sin contemplaciones.
—Hay que hacer de él un hombre —explicaba a Lucía—. Vosotras lo estáis malcriando.
Lucía asentía a todo. Valentina ya no reconocía a su hija. Antes era independiente, con opinión propia. Ahora obedecía a Adrián como hipnotizada.
Al volver del colegio, Valentina fue al supermercado para comprar comida. Pensó en hacer una paella, el plato favorito de Pablo. Pero al llegar a casa, Adrián ya estaba allí.
—Valentina —dijo al verla con las bolsas—, Lucía y yo queremos hablar con usted.
Se sentaron a la mesa de la cocina. Lucía jugueteaba nerviosa con una servilleta; Adrián la miraba como un policía en un interrogatorio.
—¿De qué se trata? —preguntó Valentina.
—Su intromisión en la educación de Pablo afecta a nuestra vida familiar —comenzó Adrián—. Lo mima demasiado y socava mi autoridad.
—Solo defiendo a mi nieto de las injusticias.
—¿Qué injusticias? —intervino Lucía—. Adrián quiere que Pablo sea un hombre de provecho.
—Los hombres de verdad no pegan a los niños —afirmó Valentina con firmeza.
—¡Yo no le pego! —se indignó Adrián—. A veces un azote a tiempo, como cualquier padre.
—Tú no eres su padre.
—¿Ah, no? —los ojos de Adrián se entrecerraron—. ¿Y dónde está su padre biológico? ¿Paga la pensión? ¿Se interesa por él?
Valentina calló. Su ex yerno había desaparecido tras el divorcio. Ni llamadas, ni dinero, como si Pablo no existiera.
—Ya lo ve —continuó Adrián—. Yo sí me preocupo por él, lo educo, gasto dinero en él. Y tengo derecho a exigir obediencia.
—Mamá —susurró Lucía—, Adrián tiene razón. Sobreproteges a Pablo. Debe aprender a ser independiente.
—¡Tiene ocho años!
—¿Y qué? A los ocho años ya se puede enseñar disciplina.
Valentina miró a su hija y no la reconoció. Aquella mujer de mirada apagada no se parecía en nada a la Lucía alegre y enérgica que había criado a Pablo sola durante cuatro años.
—Lucía, ¿qué te ha pasado? —preguntó—. Nunca permitiste que nadie le hiciera daño.
—¡Nadie le hace daño! —replicó su hija—. ¡Adrián lo está educando! ¡Y tú solo entorpeces!
—Bueno —suspiró Adrián—, hablemos claro. Valentina, Lucía y yo queremos vivir solos. Necesitamos privacidad, construir una familia sin interferencias.
Valentina sintió que la sangre se le helaba.
—¿Queréis que me vaya?
—Sí —asintió Lucía, sin mirarla—. Mamá, puedes buscar un sitio. Con tu pensión, puedes alquilar una habitación.
—¿Cómo? —Valentina no podía creerlo—. ¡Este es mi piso! ¡Lo conseguí trabajando cuarenta años en la fábrica!
—Pero me lo regalaste —recordó Lucía—. Firmaste la donación cuando me casé la primera vez.
Valentina lo recordaba. En aquel momento, le pareció bien ceder el piso a su hija. Lucía tenía veinticinco años, se casaba y quería sentirse dueña de su hogar. Valentina, con cincuenta y dos, pensó que aún tenía tiempo para asegurarse un futuro.
Pero la vida fue otra. La fábrica cerró y, a suValentina respiró hondo, agarró con fuerza las maletas y, mientras el sol de Madrid iluminaba su camino, decidió que lucharía por ver a su nieto, aunque tuviera que enfrentarse a todo el mundo para conseguirlo.