«Me divorcié en la madurez para encontrar una pareja, pero recibí una respuesta que transformó mi vida»

Divorciarme a los sesenta y ocho años no surgió de un impulso romántico ni de una crisis de la mediana edad. Fue reconocer que había fracasado: después de cuatro décadas de matrimonio con una mujer con quien compartí no solo el techo, sino también los silencios, las miradas vacías durante la cena y todo lo que jamás se dijo en voz alta, llegué a comprender que ya no era quien debía ser. Me llamo Esteban, soy de Toledo, y mi relato empezó en la soledad y concluyó con una revelación inesperada.
Lola y yo vivimos casi toda la vida. Nos casamos a los veinte, en la España de los setenta. Al principio existió amor: besos en el banco de la plaza, largas conversaciones al anochecer, sueños compartidos. Después, todo se fue apagando. Primero los hijos, luego las hipotecas, el trabajo, el cansancio, la rutina Las charlas se redujeron a breves notas en la cocina: «¿Pagaste la luz?», «¿Dónde está el recibo?», «No queda sal».
Al despertar la miraba y no veía a mi esposa, sino a una vecina exhausta. Probablemente yo era lo mismo para ella. Ya no habitábamos como pareja, sino como vecinos. Yo, terco y orgulloso, me dije un día: «Mereces algo más. Otra oportunidad. Respirar aire fresco, al fin y al cabo». Y solicité el divorcio.
Lola no ofreció resistencia. Sólo se sentó, miró por la ventana y contestó:
Vale. Haz lo que quieras. Ya no quiero seguir discutiendo.
Me marché. Al principio, me sentí libre, como si un peso se hubiera aliviado. Dormía en el otro extremo de la cama, adopté un gato, tomaba el café en el balcón cada mañana. Pero pronto llegó otra sensación: el vacío. La casa se volvió demasiado silenciosa. La comida, insípida. La vida, monótona.
Entonces se me ocurrió una idea que me pareció genial: buscar a una mujer que me ayudara. Alguien como Lola antes: que lavara, cocinara, limpiara, charlara un rato. Tal vez un poco más joven, cincuenta y pico, con experiencia, buena gente. Quizá una viuda. Mis exigencias no eran muchas. Incluso pensé: «No soy un mal partido: me cuido, tengo piso, estoy jubilado. ¿Por qué no?»
Empecé a buscar. Hablé con vecinos, insinué algo a conocidos. Después me animé a publicar un anuncio en el periódico local. Breve y directo: «Hombre, 68 años, busca mujer para convivencia y ayuda en el hogar. Buenas condiciones, alojamiento y manutención incluidos».
Ese anuncio transformó mi vida. Tres días después recibí una carta. Sólo una, pero bastó para que temblaran mis manos.
«Estimado Esteban:
¿De verdad cree que una mujer en los años veinte del siglo XXI existe solo para lavar calcetines y freír croquetas? No vivimos en el siglo XIX.
Usted no busca una compañera, una persona con alma y deseos, sino una empleada del hogar gratis con un toque romántico.
Quizá debería aprender primero a cuidarse solo, cocinar su propia comida y mantener su casa en orden.
Atentamente,
Una mujer que no busca un señorito con un trapo en la mano».
La leí una y otra vez. Al principio, hervía de ira. ¿Cómo se atrevía? ¿Quién se creía? ¡Yo no quería aprovecharme de nadie! Solo anhelaba calor, un hogar acogedor, el toque femenino
Luego reflexioné: ¿y si tenía razón? ¿No estaba, sin darme cuenta, buscando que alguien más me hiciera la vida cómoda en vez de construirla yo mismo?
Comencé por lo esencial. Aprendí a preparar sopa. Después, pastel de patata. Me suscribí a un canal de YouTube de cocina, hacía la compra con lista, planchaba mis camisas. Me sentía torpe, incluso ridículo, pero con el tiempo dejó de ser una obligación. Era mi vida, mi decisión.
Incluso enmarqué esa carta y la colgué en la cocina, como recordatorio: no pidas que otros te rescaten si no sales primero del pozo por ti mismo.
Han pasado tres meses. Sigo viviendo solo, pero ahora mi casa huele a guiso. En el balcón hay geranios que planté yo. Los domingos hago tarta de manzanala receta de Lola. A veces pienso: «Podría llevarle un trozo». Quizá, por primera vez en cuarenta años, comprendí lo que significa no solo ser marido, sino una persona al lado de alguien.
Ahora, si me preguntan si quiero volver a casarme, diré que no. Pero si alguna vez una mujer se sienta a mi lado en el banco de la plaza, una que no busque dueño, sino solo conversar, seguro que le hablaré. Sólo que ahoralo haré siendo otro hombre.

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«Me divorcié en la madurez para encontrar una pareja, pero recibí una respuesta que transformó mi vida»