Me dijo ‘todo está bien’ y lloró toda la noche

—Mamá, ¿qué te pasa? —Lucía tiró del brazo de su madre—. ¿Por qué no me contestas? ¡Te estoy preguntando!

—Todo está bien, hija —respondió Carmen mientras se secaba las manos en el delantal y se giraba hacia la ventana—. Solo estoy un poco cansada hoy.

—¿Cansada? ¡Si estás jubilada! —la voz de Lucía sonaba irritada—. Llevo media hora hablándote de la mudanza y parece que no me escuchas.

—Sí te escucho, sí. Os vais a una casa nueva, muy bien.

Lucía resopló y se sentó en la cocina, donde las tazas de té ya se habían enfriado sin que nadie las tocara.

—Mamá, ¡mírame! ¿Qué pasa?

Carmen se volvió lentamente. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas, pero se contuvo con fuerza.

—Te digo que todo está bien. Sigue contándome de tu casa.

Lucía la observó con atención. Algo no cuadraba. Su madre parecía más delgada, con ojeras marcadas.

—Mamá, ¿dónde está papá? ¿Todavía no ha vuelto de la huerta?

—Tu padre… —Carmen titubeó—. Se ha retrasado. Tiene mucho que hacer allí, en el huerto.

—¿En diciembre? —Lucía arqueó una ceja—. ¿Qué puede hacer en la huerta en pleno invierno?

—Pues… quitar la nieve, revisar la casita. Ya sabes.

Lucía frunció el ceño. Su padre nunca iba a la huerta en invierno. Decía que no había nada que hacer, solo gastar dinero en gasolina.

—Mamá, llámale. Que vuelva, necesito hablar con los dos.

—No le molestes —respondió Carmen rápidamente—. Está… ocupado.

—¿Ocupado en qué? —Lucía sacó el móvil—. Le llamo yo misma.

—¡No! —su madre le arrebató el teléfono—. Por favor, no le llames.

Lucía se quedó helada.

—Mamá, ¿qué está pasando? ¿Os habéis peleado?

—No nos hemos peleado. Todo está bien, ya te lo he dicho.

—¡Vaya “todo está bien”! —explotó Lucía—. Estás pálida como la pared, con los ojos rojos, papá no aparece y tú repites como un loro que todo va bien.

Carmen apretó los labios y volvió a mirar por la ventana. Fuera, los copos de nieve caían suavemente, cubriendo el patio de blanco.

—¿Quieres más té? Este ya está frío —preguntó, cambiando de tema.

—¡No quiero té! ¡Quiero la verdad!

Lucía se levantó y se acercó a su madre.

—Mamá, soy tu hija. Si algo pasa, debo saberlo. ¿Dónde está papá?

Carmen cerró los ojos. El dolor que llevaba una semana guardándose le apretaba el pecho. Una semana de silencio, de medias palabras, de fingir.

—Tu padre… —empezó, pero se interrumpió.

—¿Qué le pasa a papá? —Lucía la agarró por los hombros—. ¡Me estás asustando!

—No le pasa nada. Está sano.

—Entonces, ¿dónde está?

El silencio se hizo pesado entre ellas. Carmen miraba al suelo, jugueteando con el delantal.

—En casa de Lola —confesó al fin.

—¿De qué Lola?

—Lola Martínez. La del tercero.

Lucía parpadeó, confundida.

—No entiendo. ¿Qué hace ahí?

—Vive —susurró Carmen.

La palabra cayó como una piedra en el agua, extendiendo ondas de comprensión.

—¿Cómo… vive? —repitió Lucía.

—Se ha ido con ella. Hace una semana. Dijo que ya no podía seguir conmigo, que la amaba.

Lucía se dejó caer en una silla, como si le hubieran quitado el suelo de debajo.

—Mamá… ¿Es verdad?

—Sí.

—¿Y tú me dices que “todo está bien”?

Carmen finalmente se giró hacia su hija. Su rostro estaba empapado en lágrimas que ya no podía contener.

—¿Qué querías que te dijera? ¿Que tu padre, con quien he vivido treinta y ocho años, me ha dejado por la vecina? ¿Que ahora soy una vieja inútil?

—Mamá… —Lucía se levantó y la abrazó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No quería preocuparte. Con la mudanza, los niños, el trabajo… ¿Para qué necesitas mis problemas?

—¿Qué niños? ¡Mis hijos ya son mayores! Y tú eres mi madre, ¡tus problemas son los míos!

Carmen sollozó y se aferró a su hija.

—Lucía, me duele tanto. No sé qué hacer. Cómo seguir.

—Cuéntamelo todo. Desde el principio.

Se sentaron juntas en el sofá. Carmen se secó los ojos con un pañuelo y comenzó a hablar.

—Empezó hace tres meses. Tu padre llegaba tarde, decía que tenía cosas. Luego se volvió distante. Antes me preguntaba qué había hecho, qué iba a cenar… Pero empezó a callarse, a mirar la tele o el móvil.

Lucía escuchaba sin interrumpir.

—Al principio pensé que estaba cansado. En el trabajo tenía un lío con un proyecto nuevo. Pero luego noté que se arreglaba más. Compró camisas nuevas, se echaba colonia. Y en casa, callado.

—¿Y no sospechaste nada?

—Algo me olía. Pero pensé que quizá era cosa mía. Tantos años juntos, los hijos, los nietos… No podía ser.

Carmen rompió a llorar de nuevo.

—Hasta que me crucé con Lola en el supermercado. Se comportaba raro, me esquivaba. Y entonces lo supe.

—¿Qué?

—Que estaban juntos. Lo sentí. Llegué a casa, y tu padre se iba. Dijo que iba a casa de Manolo. Pero iba arreglado, perfumado.

—¿Y le seguiste?

—Sí. Vergüenza me da, pero lo hice. Fue directo a casa de Lola. Subió a su piso.

Lucía apretó los puños.

—¿Y qué hiciste?

—Nada. Volví a casa y me pasé la noche en vela. Por la mañana, él llegó como si nada. Desayunó y se fue al trabajo.

—Mamá, ¿por qué no hablaste con él? ¡Debiste afrontarlo!

—Tenía miedo —reconoció Carmen—. Miedo de que si hablaba, se iría. Así, al menos, estaba en casa.

—¿Y cuánto duró eso?

—Un mes. Un mes entero fingiendo que no sabía nada. Cocinando, lavando, limpiando… Y llorando por las noches.

Lucía negó con la cabeza.

—Mamá, ¿cómo pudiste hacerte eso?

—¿Qué iba a hacer? ¿Armar un escándalo? ¿Gritar? Pensé que quizá se le pasaría.

—Pero no se le pasó.

—No. Hace una semana llegó y me dijo que se iba. En mitad del desayuno. Le servía el café, y soltó: “Carmen, me voy. Me he enamorado de otra mujer”.

Carmen tembló al recordarlo.

—¿Te imaginas? ¡Como si hablara del tiempo!

Lucía la abrazó con fuerza.

—¿Y tú qué dijiste?

—Nada. Me quedé callada. Hizo la maleta y se fue. Y yo me quedé con la cafetera en la mano.

—Dios, mamá…

—¿Sabes lo que más duele? Que ni siquiera se disculpó. Como si hubiera sido su compañera de piso y nada más.

Lucía se p

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Me dijo ‘todo está bien’ y lloró toda la noche