**Diario de una madre traicionada**
Hoy me dieron el alta del hospital, pero con una advertencia que me partió el alma: no puedo vivir sola. La vida me ha dado una lección cruel.
En un pequeño pueblo de Andalucía, entre las casas blancas que guardan recuerdos de familiares ya ausentes, mi vida entera de sacrificios se convirtió en traición. Yo, Lucía, lo di todo por mis hijos, pero al quedarme postrada en una cama, descubrí la amarga verdad: aquellos por los que viví se dieron la vuelta y me abandonaron. Este golpe me destrozó, pero también me enseñó quién de verdad me valora.
Ahora, en la quietud de mi habitación, me pregunto: ¿fui buena madre? ¿Mis errores los convirtieron en personas tan frías? Crié a Javier y a Sofía sola tras la muerte de mi marido. Javier apenas tenía tres meses, Sofía, cinco años. Trabajé sin descanso, aguantando cualquier empleo para alimentarlos. Nunca me rendí—sabía que nadie más cuidaría de ellos.
Les di todo lo que pude. Estudiar, carreras, trabajos estables. Cuando aún tenía salud, cuidé de mis nietos: Lucas, hijo de Sofía, y Hugo, hijo de Javier. Les compraba regalos, les daba propinas, los recogía del colegio y los llevaba a mi casa en verano para que sus padres descansaran. Lo hice con alegría, creyendo que mi amor algún día volvería a mí.
Pero un día todo cambió. Me enfermé y acabé en el hospital. Sofía solo vino una vez; Javier se limitó a llamar. A las dos semanas, me dieron el alta, advirtiéndome que evitara el estrés. Pero al día siguiente, mis hijos aparecieron con Lucas y Hugo. Los niños, llenos de energía, no paraban quietos. Yo, aún débil, intenté cuidarlos, pero al cabo de dos meses, mi salud empeoró. Las piernas me fallaron.
Llamé a Javier, rogándole que me llevara al médico, pero estaba “ocupado”. Sofía tampoco vino. Desesperada, pedí un taxi. Los médicos se alarmaron—mi cuerpo no aguantaba más. Ordenaron reposo, pero al día siguiente no pude levantarme. Llamé a Sofía, y su respuesta fue glacial: “Llama a una ambulancia”. Volví al hospital.
Los médicos les dijeron que no podía vivir sola. Sofía y Javier empezaron a discutir sobre quién debía quedarme. Fue humillante, como si fuera una carga. “Vivo en un piso pequeño”, protestó ella. Él gritó: “Mi mujer está embarazada, ¡no quiere suegras en casa!”. Sus palabras me atravesaron el corazón.
No lo soporté. “¡Fuera los dos!”, grité entre lágrimas. Se fueron, dejándome sola en la habitación. Lloré sin consuelo—¿cómo podían ser así mis hijos, por quienes lo di todo? ¿Los crié tan egoístas? Esa noche no dormí, consumida por el dolor.
Por la mañana, vino mi vecina, Carmen, una mujer joven que cría sola a su hija. Siempre se preocupaba por mí, trayéndome comida o preguntando por mi salud. Esta vez, no pude contenerme y me desahogué. Sin dudarlo, Carmen me ofreció ayuda. “Si sus hijos la abandonaron, yo cuidaré de usted”, dijo. Me preparó la comida, me hizo té, y sentí un calor que mi familia nunca me dio.
Ahora, Carmen es quien me cuida. Le doy la mitad de mi pensión para gastos; el resto va a facturas. Depender de alguien que no es de mi sangre duele. Mis hijos apenas llaman, menos desde que saben que Carmen está conmigo. Su indiferencia es como una puñalada.
Jamás imaginé que en la vejez nadie me querraría. Les entregué todo, y crecieron ingratos. Ahora pienso dejarle mi piso a Carmen—ella es más familia que ellos. Pero en lo más profundo, aún espero que Sofía y Javier recapaciten, que vengan, me abracen, pidan perdón. Esa esperanza late débil, como una vela a punto de apagarse. La vida me enseñó una lección dura: el amor dado no siempre vuelve, y la bondad puede venir de quien menos esperas.