Me despiden por mi edad: regalé rosas a todos los colegas y dejé al jefe una carpeta con los resultados de mi auditoría clandestina.

Me despiden por la edad. Al despedirme dejo a todos los compañeros unas rosas y al director guardo una carpeta con los resultados de mi auditoría secreta.
Almudena, tendremos que separarnos.

Gonzalo lo dice con la misma suavidad paternal en la voz que usó cuando se disponía a ejecutar su última traición.

Se recuesta en el respaldo de su gran sillón, entrelazando los dedos sobre el abdomen.
Hemos decidido que a la empresa le hace falta una visión fresca. Nueva energía. Ya sabes.

Lo miro, su rostro bien cuidado, la corbata cara que yo misma le ayudé a elegir para la comida de empresa del año pasado.

Entiendo perfectamente que los inversores han hablado de una auditoría independiente y que él necesita deshacerse urgentemente de la única persona que conoce todo el panorama: yo.

Entiendo respondo con calma. Nueva energía es la recepcionista, Catalina, que confunde débito con crédito, pero tiene veintidós años y se ríe de todos tus chistes.

Él se encoge de hombros.
No es por la edad, Almudena. Es que tu enfoque está algo anticuado. Nos estamos estancando. Necesitamos un salto.

Salto. Esa palabra la repite desde hace medio año. Yo construí esta firma junto a él desde cero, cuando trabajábamos apretujados en una oficina con paredes descascarilladas.

Ahora que el despacho reluce con su brillo moderno, parece que ya no encajo en el interior.

Vale digo, sintiendo que todo se vuelve rígido dentro de mí. ¿Cuándo liberan el escritorio?

Mi serenidad parece desconcertarlo. Esperaba lágrimas, súplicas, una escena que le permitiera sentirse un vencedor generoso.

Puedes hacerlo hoy. Tómate tu tiempo. Recursos Humanos prepara los papeles. La indemnización, todo según la ley.

Asiento y me dirijo a la puerta. Al tomar la manija, me vuelvo.
Sabes, Gonzalo, tienes razón. La empresa necesita realmente ese salto. Y yo, quizá, lo garantice.

Él no comprende, solo esboza una sonrisa indulgente.

En la sala principal, donde trabajan unos quince empleados, flota una atmósfera tensa. Todos lo saben.

Las chicas bajan la mirada culpables. Me acerco a mi escritorio; allí ya está una caja de cartón, lista.

Silenciosamente empiezo a empaquetar mis cosas: fotos de mis hijos, mi taza favorita, una pila de revistas profesionales.

En el fondo de la caja coloco un pequeño ramo de lirios que me regaló mi hijo ayer, sin motivo.

Luego saco de mi bolso lo que había preparado con antelación: doce rosas rojas, una para cada compañero que ha estado a mi lado todos estos años, y una gruesa carpeta negra con cordones.

Recorro la oficina entregando una flor a cada uno.
Pronuncio palabras breves de agradecimiento. Alguien me abraza, otro llora. Es como despedirse de la familia.

Al volver a mi escritorio solo queda la carpeta en mis manos. La tomo, paso entre los rostros desconcertados de los colegas y me dirijo de nuevo al despacho de Gonzalo.

La puerta está entreabierta. Él habla por teléfono y se ríe.
Sí, la vieja guardia se retira Sí, hay que seguir adelante

No llamo a la puerta. Simplemente entro, me acerco al escritorio y dejo la carpeta sobre sus documentos.

Él levanta la vista, sorprendido, y cubre el auricular con la mano.
¿Qué es esto?

Es mi regalo de despedida, Gonzalo. En lugar de flores, aquí tienes todos tus saltos de los últimos dos años. Con números, cuentas y fechas. Seguro que te interesará revisarlo cuando tengas tiempo libre, sobre todo la sección de metodologías flexibles de extracción de fondos.

Me doy la vuelta y salgo. Siento su mirada escudriñando primero la carpeta y después a mí.

Él cuelga el teléfono y corta la conversación, pero yo no miro atrás.

Camino por todo el despacho con la caja vacía en las manos. Ahora todos me observan.

En sus ojos se mezcla miedo y una extraña fascinación. En cada escritorio reposa mi rosa roja, como un campo de amapolas tras la batalla.

Al salir, me alcanza el jefe de informática, Sergio, el chico callado al que Gonzalo del despacho como una simple función.

Hace un año, cuando Gonzalo intentó imponerle una multa enorme por una caída del servidor que él mismo provocó, yo le entregué pruebas que lo defendieron. No lo ha olvidado.

Almudena Pérez dice en voz baja, si necesitas algo datos, copias en la nube sabes dónde encontrarme.

Solo asiento con gratitud. Era la primera voz de resistencia.

En casa me esperan mi marido y mi hijo universitario. Ven la caja en mis manos y lo entienden al instante.

¿Pues funciona? pregunta mi marido, tomando la caja.

El comienzo está puesto contesto mientras me quito los zapatos. Ahora esperamos.

Mi hijo, futuro abogado, me abraza.
Mamá, eres increíble. He revisado todos los documentos que juntaste. No hay forma de que un auditor los ignore.

Él fue quien me ayudó a organizar todo el caos de la doble contabilidad que recogí en secreto durante el último año.

Paso la tarde esperando una llamada. No suena. Imagino a Gonzalo en su despacho, pasando página tras página, mientras su rostro pulido se vuelve a gris.

A las once de la noche suena el móvil. Contesto en altavoz.

¿Almudena? no hay rastro de la suavidad de antes, solo una panicada mal disimulada. He visto tus documentos. ¿Es una broma? ¿Un chantaje?

¿Por qué tan brusco, Gonzalo? respondo tranquila. No es chantaje, es una auditoría. Y es un regalo.

Sabes que puedo destruirte. ¡Por difamación! ¡Por robo de documentos!

¿Entiendes que los originales ya no están conmigo? Y que, si algo me pasa a mí o a mi familia, esos papeles irán a varias direcciones muy interesantes: a la Agencia Tributaria y a tus principales inversores.

En el otro extremo del teléfono se oye un suspiro ahogado.

¿Qué quieres, Almudena? ¿Dinero? ¿ volver al puesto?

Quiero justicia, Gonzalo. Que devuelvas cada euro que robaste a la empresa y que te marches, en silencio.

¡Estás loca! grita. ¡Esta es mi empresa!

Era NUESTRA empresa afirmo con firmeza. Mientras tú piensas que tu cartera es lo más importante, tienes tiempo hasta mañana por la mañana.

A las nueve espero noticias sobre tu dimisión. Si no llegan, la carpeta emprenderá su viaje. Buenas noches.

Cuelgo sin escuchar sus maldiciones.

A la mañana siguiente no hay noticias. A las 9:15 recibo un correo de Gonzalo: reunión urgente de todo el personal a las 10:00 y una nota para mí: Ven. Veamos quién manda. Ha decidido ir allin.

¿Qué vas a hacer? me pregunta mi marido.

Claro que iré. No me pierdo el estreno de mi propia película.

Me pongo mi mejor traje. A las 9:55 entro al edificio; todos ya están en la sala de juntas.

Gonzalo está junto a la gran pantalla. Al verme, sonríe como un depredador.

Ahí está nuestra estrella. Por favor, Almudena, siéntate. Todos queremos oír cómo la directora financiera, acusada de falta de profesionalismo, intenta chantajear a la dirección.

Empieza, comienza su discurso teatral sobre la confianza que supuestamente le he quebrantado, agitando mi carpeta como si fuera una bandera.

¡Mira! grita. La colección de invenciones de quien no quiere aceptar que su tiempo ha terminado.

El colectivo guarda silencio. Bajan la mirada, avergonzados y temerosos. Espero a que haga una pausa para beber agua y, en ese instante, le mando a Sergio un mensaje: Empieza.

En ese mismo momento la pantalla detrás de Gonzalo se apaga y luego muestra el escaneo de una nómina.

El pago por los supuestos servicios de consultoría a una empresa fantasma a nombre de su suegra.

Gonzalo se queda paralizado. En la pantalla aparecen documentos cambiando: facturas de sus viajes personales, presupuestos de la reforma de su casa de campo, capturas de conversaciones con detalles de los porcentajes de los sobornos.

¿Qué es esto? balbucea.

Se llama visualización de datos, Gonzalo le digo en voz alta. ¿Habías hablado de un salto?

Ese es el salto de la empresa: una depuración de los robos. ¿Mi enfoque está anticuado? Tal vez. Sí, soy un poco tradicional, pero creo firmemente que robar está mal.

Me vuelvo hacia los compañeros.

No les pido que elijan bandos. Solo les muestro los hechos. Saquen sus propias conclusiones.

Coloco el móvil sobre la mesa.

Por cierto, Gonzalo, todo esto se envía en tiempo real a los correos de nuestros inversores. Así que creo que el despido será lo más suave que te espera.

Gonzalo mira la pantalla, luego a mí. Su rostro se vuelve gris, el aire de grandeza desaparece, dejando solo a un hombre pequeño y asustado.

Me doy la vuelta y salgo.

Primero se levanta Sergio, luego Olga, nuestra mejor jefa de ventas, a quien Gonzalo menospreciaba constantemente. Después se levanta Andrés, analista cuyas notas Gonzalo se apropiaba. Incluso la callada Marina de contabilidad, que lloró varias veces por los comentarios mezquinos de Gonzalo, se levanta. No van tras de mí, van lejos de él.

Dos días después me llama un desconocido. Seña como gestor de crisis contratado por los inversores.
Gonzalo está suspendido, hay una auditoría interna. Gracias por la información. Le ofrecen que vuelva para estabilizar la situación.

Gracias por la oferta le respondo. Prefiero construir algo nuevo que desmantelar los restos de lo viejo.

Los primeros meses son duros. Trabajamos en una oficina pequeña alquilada, que me recuerda los inicios. Mi marido, mi hijo, Sergio y Olga hacen jornadas de doce horas. Nuestra consultora se llama Auditoría y Orden y el nombre refleja la realidad.

Buscamos los primeros clientes y demostramos nuestra capacidad no con palabras, sino con resultados.

A veces paso frente a nuestra antigua oficina. Ya tiene otro letrero. La empresa no sobrevivió ni al salto ni al escándalo.

No me despidieron por la edad. Me despidieron porque era el espejo en el que Gonzalo veía su propia avaricia e incompetencia. Quería romper ese espejo, pero olvidó que los fragmentos cortan mucho más profundo.

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MagistrUm
Me despiden por mi edad: regalé rosas a todos los colegas y dejé al jefe una carpeta con los resultados de mi auditoría clandestina.