Me llamo Lucía García y vivo en Valdepeñas, donde los campos de Castilla-La Mancha se extienden hasta donde alcanza la vista. Hace poco me encontré en el supermercado con una antigua compañera de la universidad, Elia. Lucía angustiada, casi desorientada, insistió en que charlaramos con calma. Mientras la esperaba en la cafetería, caí en la cuenta de que llevábamos una década sin vernos. Solo conocía rumores: había roto con su novio Alejandro por motivos oscuros y regresado a su pueblo. Ignoraba que él, tras desaparecer, había vuelto a la ciudad. Reflexionando sobre qué podría perturbarla tanto, aguardé su llegada.
Comenzamos rememorando nuestra época estudiantil: días despreocupados, llenos de risas y proyectos. Entonces Elia abrió su corazón, revelándome lo ocurrido tras perder el contacto. Fueron años de felicidad con Alejandro: un amor que parecía eterno. Planearon boda, hijos, un hogar compartido. Ella lo veía como su príncipe, alguien con quien cruzar océanos. Pero un día soleado, todo se desmoronó. En lugar de un anillo, él anunció con frialdad el fin de su relación. Para él, Elia—una chica de aldea cerca de Valdepeñas, de familia humilde—era un lastre. Sin contactos ni fortuna, nada que ofrecerle para escalar. Necesitaba a alguien de la élite urbana: ambiciosa, adinerada, influyente.
El dolor la desgarró. Conteniendo lágrimas, reunió sus fuerzas, deseándole una felicidad amarga como la hiel, y volvió a su pueblo. Allí trabajó como administrativa, intentando sanar. El destino la unió a Sergio. Sin títulos universitarios, pero con una bondad que derritió su corazón. Se casaron y partieron lejos de sus padres, enfrentando penurias juntos. Sergio, viendo pocas oportunidades en el pueblo, propuso arriesgarse: vendieron las tierras heredadas de su abuelo y compraron una casa en Madrid.
Como mecánico, Sergio encontró trabajo rápido. Elia, con su formación, entró en una gestoría. La vida les puso nuevas pruebas: con dos hijos, escaseaban los euros. Sergio dio el salto: abrió su propio taller. Sus manos de oro atrajeron clientes; el negocio floreció. En años, jamás discutieron. Ella daba gracias por haber evitado al arrogante Alejandro y encontrado a un hombre íntegro.
Pero el pasado resurgió. Hace meses, tropezó con Alejandro en la calle. Intentó esquivarlo, pero él la detuvo. Tras observarla, balbuceó: «Dios mío, Elia, estás radiante. Más que en aquellos tiempos». Él confesó: se casó con una heredera mayor, introduciéndolo en círculos de lujo. Todo fue un engaño: ella apostó por seducirlo y lo abandonó sin un céntimo. Ahora vagaba, arruinado y solo.
Suplicó conocer su vida. Al saber que estaba con un mecánico, se quedó pálido. «¿Estás loca? Déjalo, vuelve conmigo. Seremos la pareja perfecta», insistió. Su descaro la paralizó. ¿Cómo podía ser tan ciego? Lo interrumpió, despidiéndose con frialdad. Por segunda vez, cerró la puerta.
Ahora medito: el destino burla nuestros planes. Alejandro la cambió por oropel, mientras ella halló felicidad donde él nunca miró. Sergio le dio un hogar, familia, amor auténtico. Elia brilla: sus hijos crecen, el taller prospera. Alejandro? Solo le quedan palabras vacías y remordimientos.
Quienes sufren desamor deben saber: a veces, perder es comenzar de nuevo. Elia perdió un espejismo y ganó una vida verdadera. Su triunfo está en su fortaleza, en seguir adelante pese al dolor. Los como Alejandro persiguen quimeras, perdiendo lo valioso. Ella demostró que de las cenizas puede nacer una felicidad sólida como el granito y luminosa como el sol castellano.