«¿Me dejaste a tu niña?» —Un escalofrío recorrió a Valentina ante la terrible sospecha—. No, no puede ser. Volverá, seguro.»
Valentina llegó del trabajo y encontró una nota breve de su hija sobre la mesa. Su relación con Martina nunca había sido fácil, pero jamás imaginó que se escaparía así. Releyó el papel una y otra vez, casi memorizándolo, pero le parecía que algo importante se le escapaba, que no lo entendía del todo.
Esa noche, Valentina no podía dormir. La almohada le parecía dura, la manta demasiado pesada, el calor asfixiante. Lloraba en silencio, hablaba consigo misma, recordaba sus peleas, sus momentos felices…
Agotada, se levantó, encendió la lámpara de mesa y se sentó. La nota, ya arrugada de tanto manipularla, descansaba sobre sus papeles de trabajo. La leyó una vez más. No, no había malentendidos. Casi podía escuchar la voz irritada de Martina en cada palabra.
«Estoy harta de tu control… Eres demasiado estricta… Quiero vivir por mi cuenta. Soy adulta… Sabía que no me dejarías ir, por eso me fui. Estoy bien. No estoy sola. No me busques. No volveré…»
Sin saludo ni firma. «¿Y qué hay de mí? —pensó Valentina, como si Martina pudiera oírla—. Si algo me pasa, ni siquiera tendrás dónde avisarte. ¿No te importa lo que me ocurra?»
Quizás Martina tenía razón en parte. Pero Valentina solo quería que estudiara, que tuviera un buen trabajo, que ningún amor pasajero o un embarazo inesperado le arruinara el futuro. ¿Acaso hay madres que permiten todo a sus hijos?
Ella misma se casó siendo estudiante. Recordaba cómo el amor y la pasión se desvanecieron bajo el peso de la pobreza, la vida en una habitación minúscula y el agotamiento acumulado.
Cuando nació Martina, todo empeoró. Ella y su marido, también joven e inexperto, dejaron de entenderse. Las peleas eran constantes. Quizás su madre tenía razón cuando le sugirió abortar. Pero Valentina creyó que su amor lo superaría todo. ¡Ingenua!
A los tres meses, se separaron. Valentina suspendió sus estudios y volvió con sus padres. Sorprendentemente, su madre adoró a Martina desde el primer día, aunque antes insistiera en el aborto. Incluso cuidó de la niña mientras Valentina terminaba la carrera.
Mientras sus padres vivieron, Valentina no sufrió. Tenía ayuda, seguridad. Tras graduarse, trabajó dos años como profesora de inglés y luego como traductora.
Pero en el amor no tuvo suerte. Su madre decía que debía buscar a un hombre maduro, estable. Pero solo encontró a casados que querían amantes, o divorciados arruinados. No se atrevió a involucrarse.
Cuando sus padres murieron, solo le quedó Martina. Le dio todo. Pero a la chica, mimada por su abuela, le parecía demasiado exigente. Soñaba con libertad, no con estudios. Y ese día se marchó…
«Esperaré. No me queda otra. Algún día volverás. Soy tu madre, te quiero y te perdonaré. Solo deseo que no te pase nada malo…» Valentina apagó la luz y se acostó. Dio vueltas un rato, pero al final cayó en un sueño inquieto.
Pasó meses esperando, saltando con cada timbre o ruido. Además de su trabajo, aceptó traducciones extras. Dormía poco. El cansancio no le dejaba tiempo para lamentarse. Convencía a sí misma de que Martina estaba bien.
Un año y medio después, alguien llamó a la puerta. Valentina, a regañadientes, dejó su trabajo y abrió. Allí estaba Martina, demacrada, desmejorada. Valentina gritó de alegría y corrió hacia ella, pero se detuvo al ver su mirada fría.
Entonces notó al bebé en sus brazos.
—¿Es tuyo? —Valentina lo tomó con cuidado—. ¿Una niña? —sonrió—. La llevaré a la habitación. Tú descansa.
Mientras acomodaba a la pequeña en el sofá, admirando sus mejillas regordetas, oyó cerrarse la puerta. Martina se había ido.
Solo quedó una bolsa en el recibidor. Valentina corrió a la ventana, pero ya no había rastro de su hija.
—Martina… —susurró, desesperada.
Volvió junto al bebé, que empezaba a llorar. Lo calmó mientras buscaba en la bolsa. Encontró los documentos: la niña se llamaba Lucía Fernández. Martina nunca se casó.
Había otra nota: «Por favor, que se quede contigo un tiempo». Nada más.
Encontró un biberón y leche en polvo. «Peor es nada», pensó, y fue a prepararlo.
Así empezó una nueva vida. Valentina trabajó desde casa para cuidar a Lucía. Agotadora, pero llena de sentido.
A los tres años, Lucía entró en la guardería. Valentina explicó que su madre, también traductora, viajaba mucho.
Con el tiempo, Lucía se volvió su razón de vivir. La niña, inteligente y tranquila, insistía en llamarla «mamá».
—No, cariño, tu madre es otra. Yo soy tu abuela.
—Entonces serás Vale —dijo Lucía, y así se quedó.
Martina no dio señales. Cuando Lucía cumplió seis, Valentina temió problemas en la escuela. Habló con el director, quien, comprensivo, solucionó todo.
Lucía creció aplicada, muy distinta a Martina, quien odiaba estudiar. Solo quería salir.
Una primavera, volviendo del colegio, Valentina escuchó una voz:
—Mamá.
Se giró y dejó caer las llaves. Martina estaba allí, elegante, con el pelo teñido, perfumada. Lucía se escondió tras Valentina.
—Al fin volviste. Y sé por qué —dijo Valentina, empujando suavemente a Lucía hacia el portal.
Subieron en silencio.
—¿Te quedarás mucho? —preguntó Valentina al entrar.
—¿No te alegras? —Martina la desafió.
—Te esperé años. Veo que te ha ido bien.
—Sí. Vivo en Barcelona. Casada. No creíste que olvidaría a…
Ambas miraron a Lucía.
—Ve a cambiarte —dijo Valentina.
—Lucía, soy tu madre —interrumpió Martina, intentando abrazarla. La niña huyó.
—¡No así! Necesita tiempo —reprendió Valentina.
—Siempre sabes qué hacer —Martina soltó una risa falsa—. Vine por ella. En cuanto arregle los papeles, nos iremos.
La reunión fue fría, llena de reproches. Martina habló de su vida en España, su casa, su piscina.
—Mi marido no sabía de Lucía. Cuando se enteró, me insistió en traerla.
—¿Y aquel por quien te fuiste? —preguntó Valentina.
—¿Para qué hablar de él? Cuando me abandonó, no sabía qué hacer. Por eso te la traje. Sabía que me rogarías que me quedara. Quería estabilizarme antes de volver.
—¿Así que no fui buena madre para ti, pero sí abuela?
—Perdón. Fui injusta. Pero es mi hija. Me la llevaré.
—¿Y yo? No pensaste en mí cuando me la dejaste. ¡Lucía es mi vida!
Las discusiones fueron duras, pero Valentina supo que debía ceder. Por Lucía.
Llegó el día de la partida.
—¿Vale viene con nosotras? —preguntó Lucía.
—No, se queda aquí. Podrás visitarla —dijo Martina.
—Entonces no me voy —se negó la niña.
Ni siquieraFinalmente, Valentina comprendió que, aunque la vida las había separado, el amor que compartían por Lucía era más fuerte que cualquier resentimiento, y con lágrimas en los ojos, les deseó suerte, sabiendo que su corazón siempre estaría con ellas.