«¿Me dejaste a la niña?» — Valentina sintió un calor repentino ante la terrible sospecha. «No, no puede ser. Ella volverá, seguro».
Valentina llegó del trabajo y encontró una nota breve de su hija sobre la mesa. Su relación con Lucía nunca había sido perfecta, pero jamás imaginó que se escaparía así de casa. Releyó el papel una y otra vez, hasta memorizarlo, pero seguía convencida de que había pasado algo por alto, de que no lo entendía bien.
Esa noche, el sueño se le resistió. La almohada le parecía dura, la manta pesada como plomo y el calor, sofocante. Lloraba en silencio, luego discutía mentalmente con Lucía, reviviendo peleas, risas, momentos que ya no volverían…
Al final, exhausta, se levantó, encendió la lámpara de mesa y se sentó. La nota, arrugada de tanto manipularla, descansaba sobre sus papeles del trabajo.
La leyó por centésima vez. No, no había malinterpretado nada. Casi podía escuchar la voz irritada de su hija:
*«Estoy harta de tu control… Eres demasiado estricta… Quiero vivir por mi cuenta. Soy adulta… Sabía que no me dejarías ir, así que me voy mientras no estás. Estoy bien. No estoy sola. No me busques. No volveré…»*
Ni saludo ni despedida. «¿Y yo qué? —pensó Valentina, como si Lucía pudiera oírla—. ¿Y si me pasa algo? Ni siquiera sabrías dónde avisar. ¿Te importa tan poco lo que será de mí?».
Tal vez Lucía tenía sus razones, pero ella, como madre, solo quería que estudiara, que tuviera un buen trabajo, que un embarazo inesperado no truncara su futuro. ¿Acaso existían madres que permitieran todo a sus hijos?
Valentina se casó siendo estudiante y recordaba cómo el amor se esfumó ante la falta de dinero, la habitación minúscula en la residencia, el estrés y el cansancio acumulado. Cuando nació Lucía, todo empeoró. Las peleas con su marido, también joven e inexperto, fueron constantes. «Quizá mi madre tenía razón —pensó—. Quizá debí abortar». Pero ella creyó que el amor lo superaría. ¡Ingenua!
A los tres meses se separaron. Valentina dejó la universidad temporalmente y volvió con sus padres. Sorprendentemente, su madre adoró a la niña —aunque había insistido en el aborto— y hasta la cuidó para que Valentina retomara sus estudios. Claro que la malcrió sin medida.
Con sus padres vivos, la vida fue fácil. Pero cuando fallecieron, solo le quedó Lucía. Trabajó como profesora de inglés y luego como traductora, pero en el amor… su madre le decía que buscara a un hombre maduro, pero solo encontró a casados que querían amantes o divorciados arruinados. Temía repetir errores.
Tras la muerte de sus padres, se entregó por completo a Lucía. Pero la niña, mimada por su abuela, la veía como una autoridad insoportable. Soñaba con libertad, no con estudios. Y ese día, se fue…
«Esperaré. ¿Qué más puedo hacer? Algún día volverás. Soy tu madre, te quiero y te perdonaré. Solo que no te pase nada…». Valentina apagó la luz y se acostó. Dio vueltas media hora antes de dormir, inquieta.
Pasó meses atormentada, saltando con cada timbre o ruido en el portal. Trabajaba hasta tarde como traductora freelancer para no pensar. Dormía poco. Así, no tenía tiempo para la autocompasión.
Un año y medio después, alguien llamó a la puerta. Valentina, concentrada en un documento, suspiró y se quitó las gafas. El timbre sonó de nuevo.
Al abrir, encontró a una Lucía demacrada y desmejorada. «¡Lucía! ¡Por fin!». Pero el gesto frío de su hija la frenó en seco. Solo entonces notó al bebé en sus brazos.
«¿Es tuyo?». Tomó a la niña. «¿Una nena?». La llevó al sofá, hipnotizada por sus pestañas y mejillas regordetas. El portazo la sobresaltó: Lucía se había ido.
En el recibidor solo quedaba una bolsa hinchada y charcos de nieve derretida. Valentina corrió a la ventana, pero no vio ni rastro de su hija.
Regresó junto al bebé. «¿Me dejó a su hija? —Una oleada de pánico la quemó—. No, imposible. Volverá. ¡La bolsa!». Dentro solo había ropa infantil. En un bolsillo, encontró los documentos: *Irene León Torres*. Apellido de soltera. ¿Y el padre?
Una nota sin preámbulos decía: *«Que se quede contigo un tiempo»*. Nada más.
Valentina preparó el biberón con la leche en polvo que encontró. «Por lo menos eso». Los trabajos pendientes esperarían.
Así empezó una nueva vida. Trabajó desde casa para cuidar a Irene. Agotadora, pero llena de sentido.
A los tres años, la inscribió en la guardería. La directora aceptó su explicación: «Su madre viaja mucho por trabajo».
El tiempo pasó. Valentina se encariñó con esa niña serena y curiosa, que insistía en llamarla *«mamá»*.
«Tuya es otra —le explicaba—. Yo soy tu abuela».
Pero Irene no cedió. Hasta que un día Valentina propuso: «Llámame Vale. Abuela Vale».
La niña asintió. Desde entonces, fue solo *«Vale»*.
Lucía nunca dio señales de vida. Cuando Irene cumplió seis, Valentina temió problemas en el colegio. ¿Y si alertaban a servicios sociales?
Fue a su antigua escuela. La directora nueva —una mujer fría— la intimidó, pero el director de antes, comprensivo, solucionó todo.
Valentina adoraba a Irene. Ahora temía el regreso de Lucía. No la malcriaba, pero le daba todo su amor. En las reuniones del colegio, escuchaba halagos con orgullo.
Irene era reflexiva para su edad. Valentina se preguntaba: «¿Lucía era así?». Y admitía, con tristeza, que no. Su hija fue impaciente, despistada. Dejó el conservatorio, no leía, solo quería salir.
Una primavera temprana, de camino a casa, Valentina se detuvo en una tienda. Irene hablaba del colegio mientras ella cargaba con la mochila, el calzado y la compra. Al buscar las llaves en el portal, una voz detrás la heló:
«Mamá».
Valentina se giró, dejando caer las llaves. Lucía —ahora rubia, elegante, perfumada— sonreía. Su corazón se encogió: venía por Irene.
La niña recogió las llaves, mirando con curiosidad a la desconocida. Valentina abrió la puerta y la empujó dentro. «No aquí, por favor», pensó.
En el piso, Lucía soltó: «Vivo en España. Casada. Mi marido me insistió en recuperar a…».
Miraron a Irene.
«Ve a cambiarte», dijo Valentina.
«Irene, soy tu madre», interrumpió Lucía, acercándose. La niña se escondió tras Valentina y escapó a su habitación.
«¿Por qué así? Necesita tiempo», reprochó Valentina.
«Siempre sabes lo que hay que hacer», se burló Lucía, aunque sus ojos eran tristes.
«¿No por eso me la dejaste?».
«Vine por ella. En cuanto arregle los papeles, nos iremos».
La cena fue incómoda. Lucía habló de su casa en España, la piscina, su marido.
«Le costó aceptar que oculté una hija. Me obligó a venir».
Valentina clavó el cuchillo: «¿Y el otro, por elPero al final, aunque la vida las había separado, Valentina, Lucía e Irene encontraron en ese hogar imperfecto el único refugio donde el amor, a pesar de todo, nunca se había ido del todo.