Me culpo por no amar a mi propio hijo.
A veces, la vida nos enfrenta a preguntas sin respuesta. O peor aún: nos convertimos en esa pregunta que no sabemos cómo sobrellevar. Esta historia no es mía, pero desde que la escuché, no me abandona.
Me llamo Natalia, crecí en una familia numerosa en las afueras de Sevilla. Éramos siete: mi madre, mi padre y cinco hijas. Yo era la menor. Desde niña, una pregunta rondaba mi mente: ¿a cuál de nosotras quería más mi madre?
Se lo preguntaba cada vez que estábamos solas, pero ella nunca escogió. Siempre respondía lo mismo: *”Os quiero por igual. Sois mis hijas, y mi amor es el mismo para todas.”* Entonces me parecía evasivo. Ahora, mirando atrás, comprendo que era lo único justo. Mi madre era sabia. Gracias a su equidad, mis hermanas y yo crecimos unidas, siempre dispuestas a ayudarnos.
Pero yo solo tengo un hijo. Nunca sabré lo que se siente al criar a más de uno. Sin embargo, hace poco conocí a una mujer cuya experiencia me hizo cuestionar cosas que jamás me atreví a imaginar.
Se llamaba Isabel. Trabajábamos juntas en la misma oficina en Madrid. Compartíamos almuerzos, confidencias. Me encantaba escucharla; así descubres no solo a los demás, sino también tus propias sombras.
Hablaba con orgullo de su hija: sus estudios, su trabajo, cómo ayudaba en casa. Mostraba fotos, celebraba cada logro. Yo la admiraba, envidiando un poco ese amor tan evidente.
Hasta que un día mencionó un regalo de… su hijo. *”¿Hijo?”*, pregunté. *”Nunca dijiste que tenías otro.”* Isabel torció la boca en una sonrisa incómoda y, tras un silencio, lo confesó.
Su hijo había nacido primero. Ella era joven, llena de sueños, queriendo ser la madre perfecta. Cuidaba de él, lo bañaba, lo alimentaba… pero cada vez más como un deber. Sin calidez. Sin ese vínculo que imaginaba.
—No puedo explicarlo —susurró—. Era un buen niño. Obediente, listo. Pero mi corazón no respondía. Me decía que con el tiempo llegaría el amor… pero nunca llegó.
Cuatro años después, nació su hija. Y todo cambió. El amor maternal, tan esquivo antes, la arrasó como una ola. La adoraba, la mimaba, la protegía. Mientras, su hijo se volvía un extraño en su propia casa. No lo maltrataba, pero tampoco lo abrazaba. Nunca le dijo *”te quiero”*.
La culpa creció con los años. Se justificaba con excusas: depresión, cansancio. Pero la verdad era simple: no lo amaba. Y saber que sí podía querer a su hija la destrozaba aún más.
—A veces imagino —murmuró Isabel— cómo me veía él de pequeño, mirando cómo besaba a su hermana, cómo la acariciaba. A él, nada. Y lo recordaba. Siempre. En sus ojos leía la misma pregunta que yo le hice a mi madre: *”¿A quién quieres más?”* Y no podía mentirle. Porque él ya sabía la respuesta.
Ahora su hijo es adulto, exitoso. La respeta, la ayuda. Pero entre ellos hay distancia. Una frialdad incómoda, como dos actores fingiendo un papel.
La escuché sin palabras. No la juzgué. Pero el corazón me pesaba. ¿De verdad existe algo así? ¿No poder amar a tu propio hijo? ¿Que un alma te responda y otra no?
Quizá ese sea el peor pecado de una madre: no odiar, no maltratar… sino simplemente no sentir.
Desde entonces, miro distinto a mis compañeras, mis vecinas. Todas guardan historias. Y tal vez, en alguna casa de Barcelona o Valencia, hay una mujer que calla, pero cada noche se reprocha no haber podido amar a quien más lo necesitaba.