Me crió mi abuela. Por supuesto que le estoy agradecido, pero su amor no fue del todo desinteresado

Me crió mi abuela. Por supuesto, le estoy agradecido, pero su amor nunca fue del todo desinteresado.

Apenas tenía cinco añitos cuando mi queridísimo papá decidió que eso de tener familia no era lo suyo, y nos dejó por una amante más joven que mi madre, porque claro, la crisis de los cuarenta no entiende de lógica. Como vivíamos en su piso en Madrid, en cuanto firmaron el divorcio, nos exigió a mi madre y a mí que hiciéramos las maletas y a volar. Grande, papá.

Así que acabé viviendo con la madre de mi madre: la abuela Rosario. El campeonísimo de mi padre se las apañó muy bien para evitar pagar la pensión alimenticia. Total, que mi madre y yo nos quedamos con lo justo para comprar un churro y medio, y nos fuimos al modesto piso de la abuela en Vallecas. Por aquel entonces lo pasábamos de pena: la pensión de la abuela daba para pocas alegrías, mi madre enlazaba cualquier trabajo que pillaba y yo, saliendo del colegio, tenía faena para rato en casa.

Cuando fui creciendo, empecé a faltar más a clase. Me iba a currar en obras de aquí y allá, porque eso de estudiar era un lujo. Me dolía ver a mi madre y a mi abuela estirando cada euro hasta el infinito y más allá. Así que, tras octavo de EGB, decidí dejar el cole y buscarme un trabajo fijo. Pero entonces apareció en escena la hermana de la abuela, la tía abuela Aurora. Propuso llevarme con ella a su casa de Salamanca, ayudarme con los estudios y hacerse cargo de todo. La tía Aurora nunca tuvo hijos, y tenía unas ganas locas de que yo viviera con ella. Mi madre y la abuela Rosario aceptaron sin dudarlo.

Total, que me mudé con la tía abuela Aurora. Mamá y la abuela venían a vernos de vez en cuando. Y la verdad, la vida con ella era otra cosa. Con su pensión de funcionaria vivíamos bastante decentemente, podía ir tranquilamente al instituto sin tener que trabajar a la vez. Me enseñó a cocinar una tortilla de patatas digna de tres estrellas Michelin, y hasta aprendí a coser. Terminé el instituto con matrícula de honor y después, directo a la universidad a estudiar Derecho.

La tía abuela Aurora me repetía continuamente que, en cuanto terminara la carrera, me dejaría su piso en Salamanca en testamento. Decía que me quería como a un hijo y que yo era su familia, así que quería ayudarme a empezar la vida con buen pie. Pero de pronto la vida, siempre con sus giros, nos sorprendió a todos. En tercero de carrera conocí a Jimena.

Ay, por favor, era tan guapa y tan lista que ni en las películas. La cosa fue mutua y yo, en plan protagonista de comedia romántica, decidí que quería casarme con ella. Cuando la tía Aurora se enteró, montó un drama tremendo. Aseguró que Jimena sólo quería mi herencia, y que amor poco, cartera mucho.

Y me dejó caer que, si no dejaba a Jimena, me olvidara de su piso. Evidentemente, se lo conté todo a mi novia. Mi querida Jimena me propuso que nos separásemos, si el piso era tan importante, pero aclaró que podría vivir conmigo hasta en un trastero de Lavapiés, porque lo que sentía era amor del bueno. Total, que me la jugué y escogí el amor. La tía abuela Aurora me borró del mapa y no volvimos a hablar.

Me quedé sin piso, pero con mi Jimena.

Ahora hemos celebrado nuestro décimo aniversario de boda. Tenemos dos chavales revoltosos y el amor, para qué mentir, está más fuerte que nunca. Y cada año que pasa me reafirmo más en que tomé la mejor decisión de mi vida.

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Me crió mi abuela. Por supuesto que le estoy agradecido, pero su amor no fue del todo desinteresado