Hace tiempo que aquella mañana cambió mi vida para siempre. Tenía treinta años y hasta entonces, mi existencia era la de un soltero sin ataduras: libertad absoluta, fines de semana con amigos, copas los viernes y aventuras pasajeras. Incluso me dije a mí mismo: “Todavía me quedan diez años para vivir solo para mí”. Creía que tenía todo el tiempo del mundo para pensar en ser esposo y padre. Pero el destino, como siempre, tenía otros planes.
Ese día comenzó como cualquier otro. Salí de casa a las ocho y media, como siempre, y me dirigí hacia mi coche. Entonces, algo llamó mi atención: un carrito de bebé abandonado junto a la puerta. Al principio, pensé que algún vecino lo había dejado allí un momento. Pero al acercarme, sentí un escalofrío: dentro había una bebé. Junto a ella, una nota escrita con letra femenina: “Javier, es tu hija. Se llama Lucía. Por favor, cuídala”.
Las piernas me fallaron. El mundo pareció detenerse. ¿Quién era esa mujer? ¿Cuándo había ocurrido? ¿Era una broma? Sin pensar, tomé a la niña en brazos y entré corriendo en casa. Llamé a mi madre, la única persona en quien podía confiar en ese momento. En menos de una hora ya estaba a mi lado, con pañales, biberones, crema para bebés y una calma que me asombraba. Mi madre era un ángel. En cuestión de minutos, aquel ser llorón dormía plácidamente en sus brazos. Yo, mientras, permanecía en la cocina, mirando al vacío.
Más tarde, decidí hacerme una prueba de ADN. Necesitaba estar seguro. Cuando llegaron los resultados, confirmaron lo inevitable: yo era su padre. El corazón se me encogió. En algún momento, entre mis relaciones efímeras, había ocurrido aquello, y ahora tenía una hija.
Los primeros meses fueron un infierno. Lucía lloraba por las noches, yo no dormía, aprendía a cambiar pañales, a preparar papillas y a calentar la leche a la temperatura exacta. Contraté a una niñera y llamé a un pediatra a domicilio. Así entró en nuestras vidas Elena. Serena, cariñosa, amable. No solo cuidaba de mi hija, sino también de mí. Con el tiempo, empecé a esperar sus visitas con ansia. Luego llegó la primera cita en una cafetería. Y después, su mano en la mía al entrar por primera vez en el Registro Civil.
Ahora Lucía tiene dos años. Elena y yo vivimos juntos, criamos a nuestra niña y no concebimos la vida el uno sin el otro. Me convertí en padre. Me convertí en esposo. Ya no soy aquel hombre despreocupado que vivía al día. Le estoy agradecido a aquella mujer desconocida que dejó a Lucía en mi puerta. Tal vez algún día pueda darle las gracias por cambiar mi vida y darle un sentido.
Ahora cada mañana me despierto, no por el despertador, sino por unos piececitos cálidos que me acarician la mejilla. Y escucho: “Papá, ¡levántate!”. Y el corazón se me llena de algo que antes desconocía. Esto, sin duda, es la verdadera felicidad.