Me Convertí en Extraña

Se volvió una extraña

Carmen estaba junto a la ventana, observando cómo su hija Lucía cargaba las últimas cajas en el coche. La joven iba de un lado a otro, reorganizando bolsas, explicando algo a su marido. Ya era toda una mujer, treinta y un años, pero su madre aún la veía como aquella niña pequeña que se aferraba a su falda y temía quedarse sola.

—Mamá, ¿estás lista? —gritó Lucía desde el patio—. ¡Tenemos que irnos!

Carmen tomó un bolso pequeño del alféizar con lo imprescindible y caminó lentamente hacia la puerta. En el recibidor, sobre el cómoda, había fotos: la boda de su hija, el cumpleaños de su nieta Martita, unas vacaciones familiares en la casa del pueblo. Una vida cotidiana que ahora parecía tan lejana.

—Ya voy —respondió, cerrando la puerta con llave.

El coche esperaba en el patio con el maletero abierto. El marido de Lucía, Álvaro, fumaba junto a la entrada y miraba el reloj con impaciencia.

—Hola, Carmen —dijo con un gesto—. ¿Todo bien?

—Sí, normal —contestó ella, breve.

Álvaro siempre se dirigía a ella con formalidad, aunque se conocían desde hacía ocho años. No es que fuera mala persona, pero… algo frío. Carmen nunca se había sentido cómoda con él.

—Siéntate atrás, mamá —dijo Lucía, abriendo la puerta trasera—. Es más cómodo.

El trayecto transcurrió en silencio. Carmen miraba por la ventana las calles conocidas que poco a poco daban paso a barrios desconocidos. Mudarse con su hija parecía la decisión correcta. Desde la muerte de su marido, vivir sola se había vuelto difícil, y su salud ya no era la de antes. Además, estaría cerca de su nieta, podría ayudar con la niña.

—Aquí estamos —anunció Lucía cuando el coche se detuvo frente a un edificio moderno de varios pisos—. Nuestra casa.

El piso era amplio y luminoso. Un gran salón, cocina independiente, tres habitaciones. Lucía mostraba con orgullo la reforma, los muebles nuevos, los electrodomésticos.

—Y esta es tu habitación, mamá —abrió la puerta de la más pequeña—. La he preparado especialmente para ti.

La habitación estaba ordenada, pero impersonal. Una cama individual, un armario, una mesa bajo la ventana. Todo nuevo, todo ajeno.

—Gracias, hija —Carmen dejó el bolso sobre la cama—. Es muy bonito.

—Mamá, ¿y Martita? —preguntó, mirando alrededor.

—Se quedó en casa de una amiga por hoy. Mañana la traigo para que por fin os conozcáis bien.

Carmen asintió. Solo había visto a Martita un par de veces: en su cumpleaños y en Navidad. Lucía casi nunca iba a visitarla, siempre ocupada con el trabajo, la casa, su marido.

Por la tarde, tomaron el té en la cocina. Álvaro hojeaba su tableta, Lucía hablaba de los vecinos, de las tiendas cercanas.

—Mamá, te va a gustar vivir aquí —decía—. El barrio es tranquilo, la gente agradable. Hay un parque infantil en la plaza y un centro de salud cerca.

—Sí, está muy bien —dijo Carmen.

—Y además, me ayudarás con Martita. La niñera es muy cara, y la guardería empieza en septiembre.

Álvaro levantó la vista de la tableta.

—Lucía, habíamos hablado de que tu madre tendría su independencia. No la cargues con responsabilidades.

—¿Qué carga? —se defendió Lucía—. Estar con su nieta es una alegría, no un trabajo.

—Claro que ayudaré —intervino Carmen—. No me he mudado para quedarme de brazos cruzados.

Álvaro se encogió de hombros y volvió a su tableta.

Al día siguiente, Lucía trajo a Martita. La niña tenía cuatro años, vivaracha y parlante, el vivo retrato de Lucía a su edad.

—Martita, esta es la abuela Carmen —presentó Lucía—. Ahora vivirá con nosotros.

—Hola, abuela —dijo la niña con educación, pero con desconfianza.

—Hola, cariño —Carmen se agachó para estar a su altura—. ¡Qué guapa eres!

—Mamá, ¿por qué la abuela está en mi cuarto de jugar?

Lucía se turbó.

—Martita, ahora es la habitación de la abuela. Las juguetes las pondremos en tu dormitorio.

—¡Pero ya hay muchos juguetes allí! ¿Dónde voy a hacer mis castillos?

—Bueno, ya encontraremos un sitio —Lucía la tomó en brazos—. No te enfades.

Carmen entendió que había ocupado un espacio que Martita consideraba suyo. Una punzada de culpa le atravesó el pecho.

—¿Y si duermo en el salón? —propuso—. En el sofá.

—¡No digas eso, mamá! —protestó Lucía—. Eres parte de la familia, tienes que tener tu espacio.

Pero, durante todo el día, Martita miraba la puerta cerrada de la habitación de su abuela con tristeza.

Los días pasaron. Lucía se iba a trabajar, Álvaro también, a menudo hasta tarde. Carmen se quedaba con Martita. La niña se acostumbró poco a poco a su abuela, pero no surgió cercanía. Se trataban con educación, como dos extrañas.

—Martita, ¿te cuento un cuento? —ofrecía Carmen.

—No, gracias. Mamá me lee libros con dibujos.

—¿Y si hacemos galletas?

—Mamá ya compra las del súper. Dice que son más sanas.

Cada rechazo dolía. Carmen quería sentirse útil, quería cuidar de su nieta, pero la niña parecía negarle la entrada a su mundo.

Por las noches, en la cena, las conversaciones giraban en torno al trabajo, los planes del fin de semana, gente que Carmen no conocía.

—¿Qué tal está Laura? —preguntaba Álvaro.

—Bien, le han ascendido. El sábado nos ha invitado a su casa de campo.

—Vamos. ¿Llevamos a Martita?

—Claro. Allí juega con otros niños.

Carmen callaba, consciente de que no la incluían en esos planes. Era como un mueble: presente, pero ajena a la vida familiar.

—Igual me quedo yo en casa —dijo con cautela—. Id vosotros.

—¿Por qué? —se sorprendió Lucía—. Ven con nosotros. Así conoces a nuestros amigos.

—No, hija. ¿Qué voy a hacer ahí? Vosotros os divertís, y yo como un pulpo en un garaje.

—Mamá, ¿qué dices? ¡Qué tontería!

Pero Carmen notó que Álvaro respiraba aliviado. Él, claramente, no quería llevar a su suegra junto a sus amigos.

El sábado, la familia se fue a la casa de campo, y Carmen se quedó sola en el piso ajeno. Caminó por las habitaciones vacías, sin saber qué hacer. En su casa, siempre había tareas: regar las plantas, charlar con su vecina Juana, ir a comprar a las tiendas de siempre.

Pero allí todo era extraño. Hasta el té sabía distinto.

Intentó ver la televisión, peroIntentó ver la televisión, pero todos los canales estaban sintonizados en programas que no le interesaban, y cuando al fin encontró uno de sus viejos concursos favoritos, se dio cuenta de que ni siquiera eso le alegraba ya el corazón, porque lo que realmente echaba de menos no era su casa, sino sentirse parte de algo que, al final, nunca había sido suyo.

Al anochecer, cuando escuchó el coche llegar y las risas de Martita en el portal, Carmen respiró hondo, secó una lágrima que no había notado caer y decidió que al día siguiente buscaría un piso más pequeño, cerca de su antigua plaza, donde al menos el pan sabría a pan y las mañanas no empezarían con la amarga certeza de ser una invitada en la vida de los demás.

Fin.

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