Me caso con la primera que encuentro: Un millonario elige a una chica con cicatrices en la carretera.

**Me Casaré con la Primera que Vea: El Soltero Rico que Eligió a una Chica con Cicatrices en la Carretera**

Álvaro de la Vega amaba su terraza. Sobre todo las mañanas de viernes, cuando la ciudad aún luchaba contra las últimas horas laborales y él, libre y exitoso director de banca, ya saboreaba el fin de semana. El aire olía a ozono tras la lluvia nocturna y a polen de los tilos en flor. Dio un sorbo a su café ya frío y observó el equipo de pesca cuidadosamente ordenado en un rincón: la caña nueva, el carrete brillante, la caja de señuelos de todos los colores—su orgullo personal.

El teléfono vibró en su bolsillo. Era su madre.

—Sí, mamá, hola —respondió, sonriendo.

—Alvarito, ¿vendrás hoy? He hecho empanadillas de atún, tus favoritas.

—Claro que iré, pero solo un rato. Quedé con los chicos para ir a la casa del lago.

—¿Otra vez a pescar? —En la voz de Dolores se mezclaban el cariño y el reproche—. Treinta y dos años, hijo mío. ¿Cuándo vas a traer una novia?

—Mamá, ya lo hemos hablado mil veces. Cuando llegue el momento, llegará. Un beso, pronto estaré ahí.

Colgó y suspiró. Aquella “pesca” era una tradición sagrada de juventud. La casa de Pablo junto al lago, las brasas, la sauna, las charlas frente a la chimenea. Pablo y Luis, sus amigos desde la universidad, llevaban años felizmente casados. Pablo tenía una hija; Luis esperaba su primer hijo. Y cada vez, sus escapadas “de solteros” comenzaban igual.

—Bueno, ¿el último soltero de la resistencia está listo para rendirse? —guiñó Luis mientras cargaban las bolsas en el todoterreno de Álvaro.

—Nuestro águila se resiste al yugo matrimonial como puede —rió Pablo, dándole una palmada—. Ahuyenta a todas las candidatas.

Álvaro se limitó a sonreír. No se resistía. Esperaba.

—Me casaré, pero solo por amor —dijo serio mientras salían de Madrid—. De ese que te golpea y sabes: es ella. Como ser uno mismo, respirar al mismo ritmo.

—Ay, Álvaro, qué romántico —murmuró Luis desde atrás—. Eso solo pasa en las novelas. Las hadas no existen.

—Yo creo que sí —respondió él, clavando la mirada en la carretera.

***

En la casa, tras la sauna y las primeras brochetas, la discusión se avivó. Las chicas del pueblo cercano paseaban cerca de la parcela, lanzando miradas coquetas a los tres hombres urbanos.

—¿Y si probamos tu teoría en la práctica? —propuso Pablo con malicia—. Juguemos a “no parpadear”. El primero que aparte la vista de una chica que pase, pierde.

—¿Y qué pierde el ganador? —preguntó, picado.

—El perdedor —frotó las manos Luis— va a la carretera y le pide matrimonio a la primera vendedora ambulante que encuentre. En el acto.

Álvaro estaba seguro de sí mismo. Pero quizás fuera la cerveza o el sol, porque perdió. Cuando pasó una rubia alta, su sonrisa involuntaria al cruzarse de miradas lo delató. Sus amigos rugieron de emoción.

Media hora después, recorrían la carretera. Su corazón latía entre la vergüenza y la emoción. A kilómetros del pueblo, vieron una figura solitaria junto a una mesa con ramas de romero y tarros de miel. Una mujer menuda, vestida con un traje de flores y un pañuelo que le cubría casi todo el rostro.

—¡Adelante, novio! —lo empujaron.

Álvaro se acercó. Ella alzó unos ojos azules, asustados pero lúcidos. Notó que sus manos, al mover los tarros, estaban surcadas de cicatrices. Al saludarla, ella no respondió. Sacó una libreta y escribió:

*”¿Qué desea?”*

Todo su discurso preparado se esfumó. Aquella figura frágil lo hacía sentirse un monstruo.

—Perdone la estupidez —habló suave—. Perdí una apuesta… y debo pedirle matrimonio.

Esperaba ira, lágrimas, desprecio. Pero ella solo asintió. Tomó la libreta y escribió:

*”Acepto.”*

Le entregó una dirección.

***

Al día siguiente, carcomido por la culpa, fue allí. Una casa humilde pero cuidada, con geranios en las ventanas y claveles junto a la valla. Una anciana de mirada penetrante lo esperaba en un banco.

—¿Viene por Vega? —preguntó sin preámbulos.

—Soy Álvaro.

—Soy Remedios, su abuela. ¿Con qué intenciones viene? Anoche llegó alterada.

Le explicó su estupidez. Ella suspiró.

—Para ustedes, todo es un juego. A ella la vida no le ha sido dulce. ¿Vio sus manos? Quedaron así en el incendio. Sus padres murieron. Yo la saqué. La cara también… y perdió la voz. Del shock.

Entonces apareció Vega. Al verlo, se detuvo, apretando la libreta contra el pecho.

—Vine a disculparme —dijo él—. Y… si no ha cambiado de opinión, cumpliré. Será un matrimonio de conveniencia, claro. Nos divorciaremos luego. La ayudaré económicamente.

No entendía por qué lo decía. Algo en su silencio y fragilidad lo conmovió.

Vega escribió algo rápido. Remedios lo leyó, miró a ambos y dijo:

—Sea. Pero no la lastime. Es todo lo que tengo.

***

Se casaron en el registro civil, sin pompa. Vega llevaba un vestido sencillo y un velo que escondía su rostro, dándole un aura misteriosa. Al ser declarados marido y mujer, Álvaro levantó el velo y rozó sus labios con los suyos. Ella tembló.

La cena fue en casa de Remedios: patatas con setas y ensalada. Más cálida que cualquier restaurante de lujo.

Al despedirse, Vega le sonrió con los ojos. Azules, llenos de gratitud. Él no quiso irse.

***

Su madre, una médica con años de experiencia, lo escuchó en silencio.

—Tomaste una responsabilidad. Ahora actúa como hombre —le dijo—. Ella confió en ti.

Regresó al pueblo. Remedios no puso objeciones: había visto brillar los ojos de su nieta.

Al recoger sus cosas, Vega se quitó el pañuelo y abrió el cuello de la blusa. Las cicatrices en su cuello y mejilla eran profundas. Lo miró, temiendo rechazo. Pero él solo sintió ternura. La besó en la frente, justo sobre una cicatriz. Una lágrima rodó por su mejilla.

***

Los meses siguientes fueron de tratamientos. Dolores encontró al mejor cirujano plástico. Álvaro acompañó a Vega, sostuvo su mano en las clínicas. Las cicatrices se suavizaron. También trabajó con logopedas, pero el miedo a su voz era más difícil de vencer. Seguía usando la libreta.

Los fines de semana visitaban a Remedios. Cultivaban el jardín, tomaban té en el porche. Vega, apoyada en Álvaro, sonreía.

***

Un domingo, en el parque, se toparon con Pablo y Luis.

—¿Es Vega? —preguntó incrédulo Pablo.

—Mi esposa —respondió Álvaro, abrazándola.

Sus amigos vieron el cambio: ya no llevaba pañuelo, lucía un vestido de verano.

—No fue un simulacro —confesó—. Es amor.

La esposa de Pablo le tendió a su bebé. Vega vaciló, pero al verY aquella noche, mientras abrazaba a Vega bajo las estrellas, Álvaro supo que, a veces, los cuentos de hadas no empiezan con un beso, sino con el valor de aceptar que el amor verdadero viene disfrazado de segundas oportunidades.

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Me caso con la primera que encuentro: Un millonario elige a una chica con cicatrices en la carretera.