Me caso con la primera que encuentre: Un soltero adinerado elige a una chica marcada por la vida.

Javier Martínez adoraba su balcón. Sobre todo los viernes por la mañana, cuando la ciudad aún dormía bajo él y él, soltero exitoso y director de banca, anticipaba el fin de semana. El aire olía a ozono tras la lluvia nocturna y a polen de los tilos en flor. Javier tomó un sorbo de café ya frío y miró las cañas de pescar cuidadosamente guardadas en un rincón. Su equipo nuevo, brillante, su orgullo personal.

El teléfono vibró en su bolsillo. Su madre.

—Sí, mamá, hola— respondió, sonriendo.

—Javierito, ¿vendrás hoy? He hecho empanadas de carne, tus favoritas.

—Claro que iré, pero será rápido. Los chicos y yo nos vamos a la casa del lago.

—¿Otra vez a pescar?— en la voz de Esperanza se mezclaban cariño y reproche—. Treinta y dos años, hijo. ¿No te llevarías a alguna chica, al menos?

—Mamá, ya hemos hablado mil veces. En cuanto llegue el momento, lo haré. Vale, un beso, pronto estaré ahí.

Colgó y suspiró. Esa “pesca” era una tradición sagrada con sus amigos: Pablo, con su casa junto al lago, las barbacoas, la sauna y las charlas junto al fuego. Pablo y Adrián, sus mejores amigos desde la universidad, llevaban años felizmente casados. Pablo tenía una hija pequeña, Adrián esperaba su primer hijo. Y siempre empezaban igual:

—¿Qué tal, último soltero rebelde? ¿Listo para rendirte?— guiñó Adrián mientras cargaban las bolsas en el todoterreno de Javier.

—Nuestro águila resiste el matrimonio como gato panza arriba— rió Pablo, dándole una palmada—. Ahuyenta a todas las candidatas.

Javier sonrió. No es que las ahuyentara. Esperaba.

—Me casaré, chicos, pero solo por amor verdadero— dijo serio mientras salían de Madrid—. De ese que te golpea y sabes: es ella. Como ser uno mismo, respirar al mismo ritmo.

—Ay, Javier, qué poeta— respondió Adrián desde atrás—. Eso no existe. Son cuentos de hadas. Las hadas no son reales.

—Yo creo que sí— insistió Javier, mirando la carretera.

***

En la casa del lago, tras la sauna y la primera ronda de carnes, la discusión resurgió. Las chicas del pueblo pasaban cerca de su jardín, lanzándoles miradas coquetas.

—¿Probamos tu teoría en práctica?— propuso Pablo, malicioso—. Juego de miradas. El primero que parpadee o aparte la vista de una chica que pase, pierde.

—¿Y qué pierde el perdedor?— Javier aceptó el reto.

—El perdedor— frotó las manos Adrián— va a la carretera y le pide matrimonio a la primera vendedora que encuentre. Allí mismo.

Javier estaba seguro de sí mismo. Pero quizá fue la cerveza o el sol, porque perdió. Cuando una rubia alta pasó y él, al cruzar miradas, sonrió y apartó la vista, sus amigos rugieron de alegría.

No había vuelta atrás. Media hora después, recorrían la carretera. El corazón de Javier latía con vergüenza y emoción. A unos kilómetros, vieron una figura solitaria junto a una mesa con hierbas y mermeladas caseras. Una mujer menuda, vestida sencillamente, con un pañuelo que le cubría casi todo el rostro.

—¡Adelante, novio!— lo empujaron sus amigos.

Javier se acercó. Ella alzó la mirada: unos ojos azules, claros, asustados. Sus manos, al mover los tarros, mostraban terribles cicatrices de quemaduras. Al saludarlo, ella no habló. Sacó una libreta y escribió:

*”¿Qué desea?”*

Javier se sintió idiota. Todo su discurso preparado se esfumó.

—Perdone la pregunta estúpida— dijo suavemente—. Mis amigos y yo… perdí una apuesta. Y ahora debo… debo pedirle matrimonio.

Esperó indignación, lágrimas. Pero ella solo asintió lentamente. Tomó la libreta y escribió: *”Acepto”*, junto a una dirección.

Al día siguiente, acudió allí, carcomido por la culpa. La casa era humilde pero cuidada, con geranios en las ventanas. Una anciana de mirada penetrante lo esperaba en la puerta.

—¿Viene por Lucía?— preguntó sin preámbulos.

—Soy Javier. Vine a disculparme.

—Soy Carmen, su abuela. Ayer llegó alterada— sus ojos escrutaban a Javier—. ¿Sabe que no habla? Desde el incendio donde murieron sus padres. Yo la saqué de las llamas. Las cicatrices… y la voz se fue del susto.

En ese momento, Lucía apareció. Al verlo, se detuvo, apretando su libreta contra el pecho.

—Vine a disculparme— dijo Javier—. Pero si no ha cambiado de opinión… acepto. Será un matrimonio de conveniencia. Podemos divorciarnos luego. La ayudaré económicamente.

No entendía por qué lo decía. Algo en su fragilidad y su silencio lo conmovió.

Lucía escribió algo y se lo mostró a su abuela.

—Bien— dijo Carmen tras leer—. Pero una condición: no la hieras. Es todo lo que tengo.

***

Se casaron en el Registro Civil, solo con sus amigos como testigos. Lucía llevaba un vestido sencillo y un velo que ocultaba su rostro. Cuando el juez los declaró marido y mujer, Javier, en un impulso, levantó el velo y besó sus labios. Sintió que temblaba, y algo en su corazón se estremeció.

No hubo banquete. Cenaron en casa de Carmen: patatas con setas y ensalada. En esa sencillez, Javier encontró más calor que en todos los restaurantes de lujo que conocía.

Esa noche, al despedirse, Lucía le sonrió con los ojos. Azules, claros, llenos de gratitud. Javier no quiso irse.

***

De vuelta en su piso vacío, no pudo dormir. Fue a ver a su madre, Esperanza, médica con años de experiencia.

—Hijo, asumiste una responsabilidad— le dijo—. No la abandones ahora.

Esas palabras lo decidieron. Volvió al pueblo y se llevó a Lucía consigo.

En su habitación, ella, temerosa, se quitó el pañuelo y desabrochó su blusa. Mostró las cicatrices en su cuello y mejilla. Javier no sintió repulsión, solo ternura. La besó en la frente, sobre la marca. Una lágrima rodó por su cara.

***

El tratamiento fue largo. Esperanza encontró al mejor cirujano plástico de Madrid. Las cicatrices se suavizaron. Lucía comenzó terapia para recuperar su voz, pero el miedo era profundo. Seguía comunicándose con su libreta.

Los fines de semana visitaban a Carmen. Poco a poco, la abuela lo aceptó. Cultivaban el jardín, tomaban té en el porche. Lucía, apoyada en Javier, sonreía. Aprendía a vivir de nuevo.

Un domingo, en el parque, se toparon con Pablo y Adrián, sus esposas e hijos.

—¿Javier? ¿Es Lucía?— Pablo no daba crédito.

—Mi esposa— respondió Javier, orgulloso.

—Vaya transformación— silbó Adrián.

La mujer de Pablo le tendió a su bebé. Lucía, nerviosa, lo tomó. En sus ojos, Javier vio tanta ternura que supo que quería ser padre.

***

Lucía quedó embarazada. Nueve meses de felicidad.

En el hospital, cuando los dolores empezaron, gritó por primera vez en años.

—¡Mamá!—

Su voz, ronca pero viva, resonó. Hablaba.

Horas después, nació su hijo. “ArtJavier abrazó a su familia bajo la luz dorada del atardecer, sabiendo que el amor más verdadero no era el que se buscaba, sino el que llegaba sin avisar y se quedaba para siempre.

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