Me caso con la primera que encuentre: Un millonario elige a una chica marcada por la vida.

Enrique Álvarez amaba su terraza. Especialmente las mañanas de viernes, cuando la ciudad bajo él aún terminaba sus últimas horas laborales, y él, soltero exitoso y libre, jefe del departamento bancario, ya anticipaba el fin de semana. El aire olía a ozono tras la lluvia nocturna y al polen de los tilos en flor. Enrique tomó un sorbo de café ya tibio y miró los aparejos de pesca cuidadosamente guardados en un rincón. La caña nueva, el carrete reluciente, la caja llena de señuelos de todos tipos —su orgullo personal—.

El teléfono vibró en su bolsillo. Era su madre.

—Sí, mamá, hola —respondió, sonriendo.

—Enriquito, ¿vendrás hoy? He hecho empanadas de carne, tus favoritas.

—Claro que iré. Solo un rato, que los chicos y yo vamos a la casa del lago.

—¿Otra vez con tu pesca? —la voz de Carmen Martínez tenía esa mezcla habitual de cariño y leve reproche—. Ya podrías llevar una chica, presentarla. Treinta y dos años, hijo.

—Mamá, ya lo hemos hablado mil veces. Cuando llegue el momento, llegará. Bueno, un beso, pronto estaré ahí.

Colgó y suspiró. Esa “pesca” era una tradición sagrada con sus amigos. La casa de Pablo junto al lago, las parrilladas, el sauna y las largas conversaciones junto al fuego. Pablo y Luis, sus mejores amigos desde la universidad, llevaban años felizmente casados. Pablo tenía una hija, Luis esperaba su primer hijo. Y cada vez, sus “escapadas masculinas” empezaban igual.

—¿Qué tal, último soltero rebelde?, ¿listo para rendirte? —guiñó Luis mientras cargaban las bolsas en el todoterreno de Enrique.

—Nuestro águila se resiste a las ataduras del matrimonio como puede —rió Pablo, dándole una palmada en el hombro—. Ahuyenta a todas las candidatas.

Enrique solo sonrió. No se resistía. Esperaba.

—Me casaré, chicos, pero solo por amor verdadero —dijo serio mientras salían de la ciudad—. De esa manera, que con solo verla, lo sepa: es ella. Que sintamos que somos uno, que respiremos al unísono.

—Ay, Enrique, qué romántico —dijo Luis desde el asiento trasero—. Eso no existe. Es cosa de cuentos de hadas. Las hadas no son reales.

—Yo creo que sí —contestó él, obstinado, mirando la carretera que se extendía ante ellos.

***

En la casa del lago, tras el sauna y la primera tanda de brochetas, la discusión se avivó. Las chicas del pueblo, paseando cerca de la parcela, les lanzaban miradas coquetas a los tres hombres atractivos de la ciudad.

—¿Y si ponemos a prueba tu teoría de “la única”? —propuso Pablo, astuto—. Jugamos al juego de las miradas. El primero que parpadee o aparte la vista de una chica que pase, pierde.

—¿Y qué pierde el que falle? —Enrique aceptó el desafío, picado.

—El perdedor —frotándose las manos, Luis completó— va a la carretera y le pide matrimonio a la primera vendedora que encuentre. Allí mismo.

Enrique estaba seguro de sí mismo. Pero quizá fuera la cerveza o el sol, porque perdió. Cuando pasó una mujerAl día siguiente, con el corazón agitado por la mezcla de vergüenza y una extraña emoción, Enrique condujo hasta la humilde casa de Laura, la joven silenciosa de sonrisa frágil y ojos que guardaban historias detrás de su velo, y al verla regar las geranias en el pequeño patio, supo, con una certeza que lo estremeció, que aquel pacto absurdo se había convertido, sin que él lo planeara, en el comienzo de todo.

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Me caso con la primera que encuentre: Un millonario elige a una chica marcada por la vida.