Hace poco más de dos años, me casé con un hombre divorciado, sin dudas ni prejuicios. No temía su pasado; al contrario, creía que sabía valorar las relaciones y entendía el verdadero significado de la familia. Nuestra unión parecía sólida, hasta que una noticia lo cambió todo.
—Lucía viene a vivir con nosotros —dijo mi marido al llegar a casa, como si fuera lo más normal del mundo—. Ha entrado en la universidad y se quedará un tiempo. Quizá unos meses, quizá años. Ya veremos.
Me quedé helada. El mundo se tambaleó. Un piso de 50 metros cuadrados. Los dos. Y ahora su hija, ya mayor. No entendía cómo podía plantearlo como algo razonable. La indignación me invadió.
—¿Por qué tiene que vivir aquí? —pregunté sin rodeos—. ¿Por qué no una residencia? Todos los estudiantes pasan por eso, y salen adelante. Yo misma compartí habitación con dos chicas, estudié y acabé con matrícula de honor. ¿Por qué ella es la excepción?
Pero mis palabras le hirieron. Su rostro se tensó, la voz se elevó:
—¿Entiendes que es MI hija? ¡MI ÚNICA HIJA! Llevo años echándola de menos. ¿Cómo va a quedarse en una residencia sabiendo que yo estoy aquí y podría darle un hogar?
La discusión siguió, cada vez más intensa. Dijo que la decisión estaba tomada y que mi opinión no importaba. En ese instante, sentí que todo lo que había construido, todo el esfuerzo puesto en nuestro matrimonio, lo pisoteaban sin miramientos. No era nadie. No tenía voz. Ni siquiera en mi propia casa, donde ahora era una intrusa, no una esposa.
Sí, Lucía es una buena chica. Educada, tranquila, inteligente. Nunca he hablado mal de ella. Pero, ¿qué hacemos en un espacio tan reducido? ¿Dónde dormirá? ¿Dónde estudiará? ¿Cómo sobreviviremos los tres, apiñados, sin intimidad? ¿Dónde quedarán nuestras noches en pareja, donde yo deje de ser una inquilina para volver a ser mujer?
No lo soporté. Le dije claramente: “No vivirá aquí”, y salí de casa dando un portazo. Caminé sin rumbo, llorando hasta quedarme sin fuerzas. Esto no va de Lucía. Va de mí. De que mi marido tomó una decisión trascendental sin contar conmigo. De que, al parecer, solo soy un mueble más en su vida.
Ahora no sé qué hacer. Solo una idea da vueltas en mi cabeza: ¿para qué estar con alguien que no te escucha? ¿Para qué sacrificar mi bienestar por alguien que puede soltarme un “me da igual lo que pienses” en cualquier momento?
Lo sé: esto es solo el principio. Habrá más. Siempre tendrá que elegir entre su hija y yo. Y todos sabemos qué escogerá. Si ya hoy me siento fuera de lugar en mi propia casa, ¿qué será después?
A veces, la decisión más dolorosa es dejar a quien amas. Pero duele más quedarte donde no te valoran.