Me casé con un niño de mamá. Y ahora en esta casa todo tiene que ser “como lo hace mi madre”— ¡pero yo ya no puedo más!
Aún no entiendo cómo lo permití. Cómo no vi detrás de esa apariencia seria y sus treinta y ocho años a un simple hombre dependiente de su madre. Por fuera, un adulto seguro, incluso carismático. Divorciado, vivía lejos de su madre, alquilaba su piso. Pensé que era maduro. Pero resultó que la madurez solo era superficial.
Yo ya tenía una mala experiencia: mi primer matrimonio se rompió por la inmadurez de mi ex. Pasaba el día frente al ordenador sin siquiera buscar trabajo. Tras eso, decidí: solo hombres mayores. Pero, ay, la edad no garantiza madurez.
Con mi nuevo marido me presentó… su madre. Trabajaba temporalmente en una tienda, ella era clienta habitual—dulce, amable, encantadora. Decía: “Qué hija política tan perfecta serías”. Luego empezó a aparecer su hijo, me cortejó como de manual. Y yo me lo creí—el cariño, la estabilidad, la seguridad. Nos casamos, nos mudamos a su antiguo piso.
El primer impacto—la casa. Todo parecía congelado en los ochenta: alfombras en las estanterías, cristalería en la vitrina, muebles de otra época. Sugerí con timidez: “¿Podríamos renovar? Aunque sea un lavado de cara”. Él se encendió: “¿Estás loca? ¡Mi madre eligió todo esto! No podemos deshacernos de nada”. Hasta quitar la alfombra de la pared fue una batalla. Se enfureció como si hubiera arrancado el corazón de su madre.
Luego, vino lo demás. No podía usar la vajilla buena porque “ya no hacen cosas de esta calidad”. Sus frases, calcadas a las de ella. Y, claro, ella empezó a venir más seguido. Claro, invitada por él.
Nada más entrar, las lecciones: “¿Por qué no usas una escoba en vez de la aspiradora? ¿Para qué quitaste la alfombra? Aquí todo debe ser como en mi casa, así mi hijo estará cómodo”. Después, la cocina. “No haces la paella como debe ser. Mi hijo solo la quiere con su socarrat bien tostado”. Un día exploté: “¿Y luego irán juntos al médico por su colesterol? ¡Esto no es comida, es un atentado a la salud!”
Intenté cambiar los muebles—mi suegra recordó: “¡Tú llegaste aquí con las manos vacías!”. ¿Qué, debía traer mi ajuar de los abuelos? Yo también trabajo. Sí, de dependienta por ahora, pero me esfuerzo y planeo ascender. Además, mi marido gana bien. ¿Por qué no tengo voz en esta casa?
Y él… cada vez se parece más a ella. Hace poco soltó: “¿Por qué no ves las telenovelas? Así tendrías de qué hablar con mamá”. Una locura. Ni enciendo la tele y ya paso horas con ella—viene cada día, como un reloj. Me dice cómo planchar, cómo fregar el suelo, cómo cerrar los armarios.
No es que sea mala, no. Es que… es demasiado. Demasiado invasiva, demasiado controladora. Y lo peor—mi marido no ve el problema. Para él, esto es normal. Pero yo no quiero vivir así. No quiero convertirme en una copia de su madre. Quiero mi vida, mi casa, mis reglas.
Sí, el piso no es mío. Sí, no puse dinero. Pero puse el alma. Y no pienso convertir mi vida en un museo del franquismo dirigido por mi suegra.
Quiero un hijo. Pero no quiero que crezca viendo este modelo de familia. No quiero que viva bajo el dictado de su abuela, como mi marido. Él ya no es un niño. Es hora de que entienda: si te casas, te independizas. Y si no… quizá sea yo quien deba marcharse. Antes de que sea tarde.