**7 de junio, 2024**
Me llamo Lucía, tengo 28 años y soy madre soltera de mi hijo Adrián desde hace casi una década. Su padre, Alejandro, falleció inesperadamente cuando Adrián era solo un bebé. Una complicación cardíaca se lo llevó demasiado pronto. Solo tenía 23 años.
Éramos jóvenesapenas adultoscuando descubrimos que estaba embarazada. Asustados. Emocionados. Sin idea de lo que nos esperaba. Pero nos queríamos con locura, con esa pasión que solo los jóvenes entienden. Alejandro me pidió que me casara con él la misma noche que escuchamos el latido del corazón de Adrián por primera vez. Ese pequeño *tum-tum* lo cambió todo para nosotros, de la manera más hermosa.
No teníamos mucho. Alejandro era músico, yo trabajaba de camarera por las noches mientras intentaba terminar mi ciclo formativo. Pero teníamos sueños, esperanza y un amor inmenso. Por eso su muerte me destrozó. Un día estaba componiendo una nana para nuestro hijo, y al siguiente ya no estaba. Se fue así, sin más.
Después del funeral, me mudé con una amiga y me centré en Adrián. Fuimos solo él y yo, aprendiendo sobre la marcha. Ropa de segunda mano. Tortillas quemadas. Cuentos antes de dormir. Pesadillas. Risas. Lágrimas. Rodillas raspadas y palabras de consuelo en voz baja. Lo di todo por criarlo.
Pero para mi familia, especialmente para mi madre, Carmen, nunca fue suficiente.
Para ella, yo era el ejemplo de lo que no hay que hacerla hija que se quedó embarazada demasiado joven, la que eligió el amor por encima de la razón. Incluso después de la muerte de Alejandro, no suavizó su postura. Me juzgaba por no volver a casarme, por no “arreglar” mi vida como ella creía que debía. Para ella, ser madre soltera no era admirable ni valienteera una vergüenza.
En cambio, mi hermana Sofía lo hizo todo “bien”. Novio de la universidad. Boda de ensueño. Casa perfecta en las afueras de Madrid. Era la hija ejemplar. Y yo era la mancha en el retrato familiar.
Aun así, cuando Sofía nos invitó a Adrián y a mí a su baby shower, lo vi como una oportunidad. Un nuevo comienzo. La invitación incluso llevaba una nota escrita a mano: *”Ojalá esto nos una de nuevo”*. Me aferré a esa frase como si fuera un salvavidas.
Adrián estaba emocionado. Quería elegir el regalo él mismo. Optamos por una manta de bebé hecha a manoalgo que cosí noche tras nochey un libro infantil que le encantaba: *Te quiero siempre*. “Porque los bebés deben sentirse queridos siempre”, me dijo. Hasta hizo una tarjeta con pegamento de purpurina y un dibujo de un bebé envuelto en la manta. Su corazón nunca dejaba de sorprenderme.
Llegó el día del baby shower. El lugar era eleganteglobos dorados, centros de flores, una pancarta que decía *”Bienvenida, bebé Martina”*. Sofía estaba radiante, con su vestido de maternidad pastel. Nos abrazó con cariño. Por un momento, pensé que quizá las cosas podrían mejorar.
Pero debería haberlo sabido mejor.
Cuando llegó el momento de abrir los regalos, Sofía desenvolvió el nuestro y sonrió. Acarició la manta con los ojos llorosos y dijo que era preciosa. “Gracias”, susurró. “Sé que la hiciste con amor”. Sonreí, con un nudo en la garganta. Tal vez esto era un nuevo comienzo.
Entonces mi madre se levantó, con su copa de cava en la mano, dispuesta a brindar.
“Quiero decir lo orgullosa que estoy de Sofía”, empezó. “Lo hizo todo como debe ser. Esperó. Se casó con un buen hombre. Está formando una familia de la manera correcta. Respetable. Esta niña tendrá todo lo que necesita. Incluyendo un padre”.
Algunas miradas se volvieron hacia mí. Sentí que me ardía la cara.
Luego, mi tía Pilarsiempre con palabras como puñalesse rió y añadió: “A diferencia del hijo ilegítimo de su hermana”.
Fue como un puñetazo en el estómago. El corazón se me paró. Los oídos me zumbaban. Noté cómo todos me miraban y luego apartaban la vista rápidamente. Nadie dijo nada. Ni Sofía. Ni mis primas. Nadie me defendió.
Excepto uno.
Adrián.
Estaba sentado a mi lado en silencio, con sus piernecitas colgando de la silla, agarrando una bolsita de regalo blanca que ponía *”Para la abuela”*. Antes de que pudiera detenerlo, se levantó y caminó hacia mi madre, tranquilo y sereno.
“Abuela”, dijo, tendiéndole la bolsa, “esto es para ti. Papá me dijo que te lo diera”.
La habitación quedó en silencio absoluto.
Mi madre, desconcertada, cogió la bolsa. Dentro había una foto enmarcadauna que no había visto en años. Alejandro y yo, en nuestro pequeño piso de Vallecas, semanas antes de su operación. Su mano en mi barriga. Los dos sonreíamos, llenos de vida y amor.
Bajo la foto había una carta doblada.
Reconocí la letra al instante.
Era de Alejandro.
La había escrito antes de la operación. “Por si acaso”, me dijo. La guardé en una caja de zapatos y la olvidé. De algún modo, Adrián la había encontrado.
Mi madre la abrió, despacio. Sus labios se movían mientras leía en silencio. Su rostro palideció.
Las palabras de Alejandro eran sencillas pero poderosas. Hablaba de su amor por mí, de sus esperanzas para Adrián, de su orgullo por la vida que habíamos construido. Me llamaba “la mujer más fuerte que conozco”. A Adrián lo llamaba “nuestro milagro”. Decía: “Si estás leyendo esto, es que no lo he conseguido. Pero recuerda esto: nuestro hijo no es un error. Es una bendición. Y Lucíaella es más que suficiente”.
Adrián la miró y dijo: “Él me quería. Quería a mi mamá. Eso significa que no soy un error”.
No gritó. No lloró. Simplemente dijo la verdad.
Y con eso, rompió el silencio de la habitación.
Mi madre sujetaba la carta como si pesara, con las manos temblorosas. Su compostura perfecta se resquebrajó.
Me abalancé hacia adelante, abracé a Adrián y noté cómo las lágrimas me quemaban los ojos. Mi hijomi valiente, hermoso niñoacababa de plantarle cara a toda una habitación llena de adultos, no con rabia, sino con una dignidad serena.
Mi tía grababa con el móvil. Lo bajó, atónita. Sofía lloraba, mirando alternativamente a Adrián y a nuestra madre. El baby shower parecía haberse detenido en el tiempo.
Me levanté, todavía abrazando a Adrián, y me enfrenté a mi madre.
“No vuelvas a hablar así de mi hijo”, dije. Mi voz era firme, clara. “Lo ignoraste porque odiabas cómo llegó a este mundo. Pero él no es un error. Es lo mejor que he hecho en mi vida”.
Mi madre no dijo nada. Solo se quedó ahí, con la carta en la mano, mirando más pequeña que nunca.
Me giré hacia Sofía. “Enhorabuena”, le dije. “Espero que tu hija conozca todo tipo de amor. El que aparece. El que lucha. El que perdura”.
Ella asintió, con lágrimas. “Lo siento, Lucía”, susurró. “Debería haber dicho algo”.
Adrián y yo salimos de allí, de la mano. No miré atrás.
En el coche, se recostó contra mí y preguntó: “¿Te molesta que le diera la carta?”.
Besé su cabeza. “No, cariño. Estoy org