Me alejé de mis padres por culpa de mi esposa.
Tengo 44 años y crecí en una familia envidiada. Mis padres, ambos médicos con clínicas privadas en un pueblo cercano a Segovia, y mi hermano Carlos, mi compañero desde la infancia. Una vida perfecta llena de apoyo. Todo cambió cuando apareció Lucía, arrasando con mi mundo como un huracán.
La conocí en primer curso de la Universidad Complutense. Era mi antítesis: huérfana criada en un centro de acogida hasta que una familia adoptiva la recogió a los once años. Tras su divorcio, quedó con una madre alcohólica mientras el padre desaparecía. Forjó su carácter trabajando en dos empleos mientras estudiaba, graduándose con matrícula de honor. Esa resiliencia me hipnotizó.
Nuestro idilio fue mágico hasta que la llevé a casa. Al ver nuestra casa señorial en La Moraleja, su mirada destiló desprecio. Durante una discusión meses después, estalló: «Sois unos pijos ricos viviendo en vuestra burbuja». La excusé por su pasado. Superamos esa crisis, pero la grieta persistió.
Antes de la boda, mis padres ofrecieron pagar la celebración. Lucía se enfureció: «¡No les debo nada!». Negocié en secreto: ellos me transfirieron el dinero sin que ella lo supiera. La ceremonia fue espléndida, y ella se enorgullecía de su «independencia». Yo callé, protegiendo su fantasía.
Al anunciar el embarazo de nuestra hija, mis padres llegaron con ropita de bebé. Lucía sonrió falsamente y, al marcharse, ordenó: «Nada más de tus padres». Mentí diciendo que ya teníamos todo. La tormenta estalló cuando trajeron un carrito de lujo que habíamos visto en El Corte Inglés. «¡Devuélvelo!», gritó. Discutieron ferozmente, acabando con Lucía rompiendo aguas prematuramente. «¡Es culpa suya!», acusó. Por primera vez, la enfrenté: «Estás equivocada».
Entonces me dio un ultimátum: elegir entre ella y nuestra hija, renunciando para siempre a mi familia y herencia, o el divorcio sin ver a mi niña. Elegí lo imposible: abandonar a quienes me dieron todo. Nos mudamos a Valencia, viviendo con mi sueldo de profesor de instituto. Doce años sin abrazar a mis padres, sin hablar con Carlos. Cada fin de mes es un cálculo angustioso. Lucía, antes admirable, ahora es ira pura: odia al mundo por no darle la vida que cree merecer.
Pienso en divorciarme. Mis hijas ya comprenden. Reconozco mi error: confundí su orgullo tóxico con fortaleza. Ahora contemplo los escombros de mi vida, preguntándome cómo pude sacrificar tanto por quien desprecia hasta la sombra de la felicidad.