**Matices de Felicidad**
—¡Oye, compadre! —exclamó Javier al abrir la puerta a su amigo de la infancia, Adrián, que vivía en la ciudad.
—Qué tal, colega —lo abrazó Adrián—. Tanto tiempo. Han pasado cuatro meses desde el funeral de mi abuela. Quería venir antes, pero no pude. Ahora, con las vacaciones, decidí descansar aquí en el pueblo.
—Buena idea —dijo Javier, contento—. Iremos a pescar al lago del bosque o al río, ¿te acuerdas de cuando éramos niños?
Siempre la apoyaba.
Amigos desde la cuna, corrían por las calles del pueblo, nadaban en el río, inventaban travesuras y compartieron escuela. Adrián era más ingenioso y rápido, mientras que Javier siempre lo respaldaba.
—¿Estás solo? ¿Dónde está tu mujer? —preguntó Adrián.
—Fue al mercado, ya vuelve. Es una gran ama de casa, cocina de vicio, me alimenta como a un puerco —presumió Javier de su esposa, Lucía.
Se casaron hace seis años, pero aún no tenían hijos. Lucía había ido al hospital con su marido, pero los médicos decían que todo estaba bien, que solo había que esperar.
Aunque Javier demostraba más su amor: la cuidaba, la ayudaba en todo, no dejaba que cargase peso. Las vecinas hasta le tenían envidia, algunas sana, otras no tanto.
—Qué suerte tiene Lucía. Javier la trata como a una reina, no bebe, la adora.
Lucía vivía a su gusto, cambiaba de vestidos, cuidaba la casa, aunque a veces la invadía la melancolía al ver a los niños de los vecinos. Trabajaba como contable en el ayuntamiento.
Evitaban hablar de hijos, pero Javier pensaba:
—Cuando nazca el niño, nos uniremos más.
A veces sentía un frío invisible en Lucía.
Ella notaba su amor excesivo, tan intenso que a veces la ahogaba.
—Buenas tardes —oyó Adrián la voz dulce de Lucía al entrar.
Ella, con una bolsa negra en la mano, acababa de llegar del mercado. Javier se apresuró a quitársela y la llevó a la cocina.
—Hola —dijo Adrián, sonriendo, admirando sin querer sus piernas esbeltas y su pelo rubio ondulado—. Soy Adrián, el amigo de la infancia de Javier.
—Nunca me habías hablado de él —le dijo a su marido.
—Vive en la ciudad. Su abuela murió hace meses, vivía al otro lado del pueblo, ¿recuerdas a la abuela Carmen? Tú no eres de aquí, por eso no lo conoces.
—Ah, sí. Este es su nieto. Adrián se fue a la ciudad después del instituto.
—Exacto —confirmó él con una sonrisa.
—Bueno, Lucía, vamos a dar un paseo mientras preparas algo —dijo Javier, saliendo con su amigo.
Era domingo, y el lunes Lucía empezaba sus vacaciones. Septiembre teñía el paisaje de ocres, las hojas bailaban en el aire y las telarañas flotaban bajo el sol.
Pusieron la mesa en el porche. Con ese tiempo, nadie quería estar encerrado. Al volver, se sentaron a comer.
—Adrián, me alegra que hayas venido. Al fin pescaremos. Deberías venir más. Crecimos juntos, cuidábamos las vacas con mi abuelo, robábamos manzanas de las huertas… y ahora eres un urbanita.
—Bah, urbanita… Nací aquí, este es mi hogar —dio una palmada en el hombro a Javier.
Recordaban viejos tiempos.
Lucía los observaba, sorprendida por su amistad. Hablaban, bromeaban y reían. Al recordar el pastel en el horno, volvió con él y lo partió.
—¡Qué delicia! Nunca probé algo así —exclamó Adrián—. Lucía, eres increíble.
—Sí, mi mujer cocina de maravilla —presumió Javier—. Me tiene gordo… —reían, bebían vino.
Pasaron horas. Los hombres reían a gritos, recordando su juventud. Al anochecer, Lucía encendió la luz. Pensó:
—Qué bien que mi Javier no es tan guapo como Adrián. Demasiado atractivo, simpático y elocuente. Seguro que en la ciudad no le faltan mujeres. Por algo no se ha casado. Seguro que salta de una a otra.
Adrián se marchó tarde. Desde entonces, visitaba a Javier a menudo. Aprovechando sus vacaciones, pescaron un fin de semana. El tiempo acompañó: septiembre cálido, seco. Asaron pescado en la hoguera, se unieron otros amigos, fue una velada alegre.
En una de esas reuniones, Lucía captó la mirada de Adrián. Era distinta. Supo al instante que le gustaba. Sabía que era bonita y esbelta, pero estaba casada.
Al anochecer, fue a cerrar el gallinero. Al volver, chocó con Adrián.
—¿Qué haces aquí?
—¿Y tú? ¿Admirando la luna? —preguntó él.
—No tengo tiempo. Cerré el gallinero. ¿Viniste a fumar?
—No. Vine por ti —confesó—. Me gustas… Me enamoré de ti al instante, Lucía. ¿No lo notas?
—Adrián, ¿has bebido? —enrojeció, agradeciendo la oscuridad.
—No. Estoy serio. Llevo dos semanas pensando en ti…
—Cariño —la interrumpió la voz de Javier, y ella se apartó.
—Cerré el gallinero, que si no las gallinas se escapan —mintió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Javier al ver a su amigo.
—Nada, le preguntaba a Lucía dónde… —se rio, y ella señaló la valla.
Lucía fingió normalidad, pero no podía creer lo que oyó. Gracias a la oscuridad, su marido no notó su turbación. Esa noche no durmió, luego se reprochó:
—¿Por qué pienso en él? Seguro que es un donjuán. Ni mi matrimonio lo frena.
Al día siguiente, Adrián fue a mediodía, sabiendo que Javier trabajaba. Lucía cocinaba cuando oyó el golpe en la puerta, solo podía ser él.
—Hola —entró sonriendo—. Vine de visita.
—Hola, Javier no está.
—Lo sé, Lucía —sonrió, entrecerrando los ojos—. Te extrañé. No puedo estar sin ti.
—Adrián, pensé que era una broma.
—¿Broma? Estoy enamorado. Mi vida ya no es igual.
Susurraba dulcemente, la abrazaba.
Lucía se sintió confundida. Enamorado… la vida… No notó cómo su resistencia se esfumó. Él le tomó las manos. Quería ser ella misma. Le gustaba Adrián, y le halagaba su atención.
—Me gustas mucho —susurró él al oído, abrazándola con suavidad.
Lucía no esperaba caer así. Después, sus mejillas ardían, el corazón le latía fuerte. Adrián ya estaba en la cocina, comiendo pastel.
—Siempre quise una mujer hacendosa como tú —la aduló—. Cocinas divino, te cuidas, eres preciosa.
—Bueno, Lucía, gracias. Me voy, hasta esta noche.
Tras sus palabras, Lucía flotaba de felicidad. El otoño melancólico le parecía hermoso. Luego, se reprochó:
—Debí esperar antes de casarme con Javier. Habría encontrado mi destino.
Al volver su marido, bajó de las nubes. Debía cocinar, y su ánimo decayó.
Sus encuentros con Adrián continuaron. Sus palabras la mareaban. Nunca había conocido a un hombre tan encantador.
—Lucía,