La maternidad tardía: cómo la primavera recordó un pecado que no se puede olvidar
Ángela nunca quiso realmente un segundo hijo. Con Santiago ya tenían un niño, un chiquillo de siete años lleno de vida, y la idea de volver a las noches en vela, los pañales, los cólicos y los berrinches no le atraía en absoluto. Menos aún cuando su carrera por fin despegaba —había perspectivas, viajes, gente con la que todo era fácil, divertido y… nada familiar. Pero el embarazo llegó. Por accidente, en el peor momento, como suele pasar.
Santiago, sin embargo, enseguida dijo que quería una niña. “A lo mejor tiene mejor carácter”, comentó con una sonrisa burlona. Ángela asintió. Por dentro, solo sentía rabia, miedo e irritación. Pero cuando la pequeña nació —rubia, con ojos azules como el cielo y una nariz diminuta—, algo se quebró en ella. Un destello de emoción que, como burla del destino, se apagó al instante: los médicos anunciaron que la recién nacida tenía una cardiopatía congénita. Grave. Habría tratamientos. Operaciones.
Eso no entraba en sus planes. En absoluto. Todo lo que había conseguido podía venirse abajo. El gimnasio, las fiestas de trabajo, los viajes a Mallorca con sus amigas, su ascenso profesional… ¿Y ahora esto? No. No ahora. No a ella.
Santiago escuchó y se rindió. Se encogió de hombros. Y juntos tomaron una decisión de la que ni siquiera hablaron en voz alta. A familiares y conocidos les dijeron que la niña había muerto.
En el orfanato, la pequeña de ojos azules fue recibida por María del Carmen. Llevaba veinticinco años trabajando allí. Uno pensaría que el dolor y las vidas truncadas antes de comenzar habrían endurecido su corazón. Pero no. Cada nuevo “abandonado” le partía el alma. Sobre todo esta niña. Tan callada, tan frágil. La miraba como si buscara a la única persona que podría quererla.
María del Carmen empezó a pasar cada minuto libre con ella. La niña le sonreía, le estiraba los bracitos, balbuceaba ante sus mimos. Y María no pudo resistir. Habló con su marido.
—Antonio, no puedo dejarla aquí.
—Hay que operarla. ¿Podremos con eso?
—Lo haremos. Es nuestra. La llamaremos Esperanza.
La adoptaron. Casi sesentañeros, con salud frágil y poco dinero. Antonio trabajaba de sol a sol en el pueblo. María llevaba a Esperanza de hospital en hospital, a revisiones, a rehabilitación. Dormían tres horas. Comían lo que había. Pero con solo una sonrisa de Esperanza, Antonio rejuvenecía veinte años.
Esperanza creció buena, sensible y vivaracha. Ayudaba en casa, se acercaba a la gente. A los cinco años, le dijo a una vecina: “Abuela Carmen, yo llevo dos mazorcas, ¡así usted irá más ligera!” Y caminaba orgullosa, con las mazorcas que pesaban en sus manitas como si fueran coronas.
Cuando llegó la operación, todo el pueblo rezó. La gente ayudó como pudo: con dinero, comida, palabras. La cirugía fue un éxito. Esperanza sobrevivió. Más aún, venció la enfermedad.
Creció. Una belleza. Lista. Estudiaba con brillantez, entró en la universidad, vivía en la residencia y volvía en vacaciones a casa, donde la esperaban con amor y empanadas.
Un día de abril, Esperanza paseaba por el parque. Hacía calor, el sol jugaba entre las ramas, los pájaros cantaban, la tierra olía a vida. Pensaba en las vacaciones de mayo, en volver con sus padres, ayudar en la huerta, sentarse por la tarde en el porche con una infusión, escuchando a su madre contar historias.
De pronto, un golpe. Un peluche de conejo cayó a sus pies. Alzó la vista: en un banco había una mujer y un niño de cuatro años. Recogió el juguete y dijo con dulzura:
—Has perdido a tu conejo.
—¡No lo quiero! ¡Está enfermo! ¡Se va a morir! —gritó el niño, furioso e indefenso.
—No le haga caso —dijo la mujer, exhausta—. Tiene una cardiopatía congénita. Sus padres… no quisieron ocuparse. Tuve que hacerme cargo yo. Es mi nieto. Pero me cuesta.
Esperanza la miró. La mujer era guapa —arreglada, elegante—. Pero sus ojos… Vacíos. Apagados. Como si en ellos habitara el invierno, pese a la primavera. Algo en esa mirada la conmovió.
Y habló. Le contó que ella había sido así. Que su madre —su verdadera madre— la salvó. Que hay que creer. Que con amor todo es posible. Que vencieron, y esta mujer también podría.
La mujer permaneció en silencio. Su palidez aumentaba cada segundo. Porque frente a ella estaba una joven con su rostro. Sus ojos. Esos mismos azules. Los ojos de la hija a la que renunció.
Era ella. Su hija. No podía ser de otra forma.
—No puede ser… —susurró.
—Sí puede —dijo Esperanza, firme—. Lo importante es creer. Yo creo. Y usted también debe hacerlo.
Esperanza siguió caminando. Radiante. Feliz. Viva.
Ángela se quedó inmóvil. Los ojos ardían. El alma se desgarraba. Quería gritar, correr, abrazarla, pedir perdón de rodillas. Pero… ¿acaso tenía derecho?
No. Renunció entonces. Por miedo. Por comodidad. Después, su vida se derrumbó. Santiago la dejó por otra. Su hijo creció frío y distante, y ahora criaba a un nieto cuyos padres ni siquiera lo querían. Sola. Sin ayuda. Sin amor. Sin esperanza.
Y ahí estaba: la primavera. Y la niña que una vez desechó. Ajena, pero suya. Feliz. Salvada por otra.
Ángela no la siguió.
Porque sabía: el amor no es un derecho. Es un regalo. Uno que ella despreció.
Y ahora solo le quedaba una sombra. La sombra de su hija. Y su propio y tardío remordimiento.