Más allá de la vida

Pasaron dos años de soledad para Lucía. Así fue su vida: viuda a los veintisiete años. Con su marido apenas habían vivido juntos un año, planeaban tener hijos cuando todo se derrumbó.

Marcos llegó temprano del trabajo con dolor de cabeza.

—Me salí antes, jefe. No aguanto esta jaqueca— dijo a su esposa cuando ella entró y lo encontró pálido, tendido en la cama.

—Marcos, ¿llamo a una ambulancia? Estos dolores no son normales— insistió Lucía.

—No, descansaré un rato. Ya pasará— murmuró él, volviéndose hacia la pared.

—Voy a hacerte una infusión de menta— y se dirigió a la cocina.

Mientras esperaba el agua, no podía dejar de pensar:

—No es la primera vez. Se niega a ir al médico. A sus treinta y tres años, no es normal. Algo oculta.

Regresó con la taza humeante, la dejó en la mesilla y llamó en voz baja:

—Marcos… ¿Marcos?— No respondió. Le tocó el hombro. Nada. Lo sacudió con fuerza, pero seguía inmóvil. Asustada, marcó el número de emergencias y luego llamó a su suegra, llorando.

—Carmen, Marcos no reacciona. Ya viene la ambulancia.

—Ahí voy— contestó la mujer.

Carmen llegó antes que los médicos; vivía en el edificio de al lado. Cuando apareció el equipo sanitario, un joven doctor le dio la vuelta a Marcos, le tomó el pulso y bajó la voz:

—Lo siento. Su esposo ha fallecido.

El resto fue un borrón. Vecinos ayudaron; ninguna de las dos mujeres tenía más familia. Tras el entierro, solo se tenían la una a la otra. El trabajo las distraía un poco.

Lucía se quedó sola en el piso que habían comprado hacía seis meses. Fotografías de la boda cubrían las paredes. Carmen le decía que las guardara, pero no podía. Marcos se había ido demasiado joven; una enfermedad oculta en el cerebro, dijeron los médicos.

Se conocieron un año y medio antes de casarse. Ahorraban para la hipoteca, luego gastaron en una operación de rodilla para Carmen. Al fin se casaron, llenaron el piso de muebles nuevos… y todo terminó.

Carmen visitaba a menudo a Lucía. ¿Era aún su suegra? No importaba. Había renunciado a la herencia de su hijo a favor de ella. Se llamaban, se veían, se apoyaban.

Un año después, Carmen empezó a insinuar:

—Lucía, eres joven. Sal, conoce gente. Marcos no querría verte así. La vida sigue.

—No sé… es como si yo también hubiera muerto— respondía Lucía.

—Tienes que vivir. Mereces ser madre. Aunque no sean mis nietos de sangre, los querré igual— Carmen sonreía, pero sus ojos brillaban. Sabía que, sin Marcos, solo le quedaba Lucía.

Poco a poco, Lucía cedió. Salía con compañeras del trabajo; en su cumpleaños, compartió un pastel y té con Carmen. En el centro de la mesa, un ramo de rosas idénticas a los que Marcos le regalaba. Carmen le obsequió un bordado enmarcado: dos gatitos junto a una chimenea.

—Es para atraer felicidad— aseguró.

Llegó el invierno. Poca nieve aún, pero el Año Nuevo se acercaba.

—El primero sin ti— susurró Lucía frente a la foto de Marcos.

Carmen insistía en quitar las imágenes de las paredes. Un día, lo hizo ella misma, dejando solo un marco pequeño en la cómoda.

—¿Qué harás en Nochevieja?— preguntó Carmen una tarde.

—En casa. La empresa hace una cena, pero será antes. Luego, vacaciones.

Carmen bajó la voz, como conspirando:

—¿Y si vamos a un balneario? Me ofrecieron una plaza, pero puedo conseguir dos.

Lucía dudó, pero al final aceptó.

—Qué más da— pensó.

El balneario era aburrido: jubilados, tratamientos, silencio. Lucía paseaba por el bosque de pinos, alimentando ardillas que se acercaban sin miedo.

—¡Mañana hay baile!— anunció Carmen, emocionada. —Conocí a un hombre, Javier. Irá con nosotros.

Lucía entendió la indirecta, pero solo sonrió. Esa noche, después de cenar, fueron a la sala. Música retro, parejas mayores bailando. Javier invitó a Carmen; giraron torpemente.

—El próximo baile es para ti— le dijo a Lucía, guiñando un ojo.

El calor la ahogó. Salió a caminar. Era ya el dos de enero, el aire frío le limpió los pensamientos.

—Otro año triste— pensó.

En el sendero, vio a un hombre acercarse. Joven. Al cruzarse, él sonrió.

—Buenas noches. ¿De dónde sale esta Sirena de las Nieves?— bromeó.

—Lucía— se presentó, riendo.

—Adrián— estrechó su mano. —¿Paseamos?

Caminaron bajo los faroles. Adrián explicó que había llevado a su padre al balneario.

—Es la tercera vez. Corazón débil.

—Yo vine con mi suegra— confesó Lucía.

Hablamos hasta perder la noción del tiempo. Al regresar, encontraron a Carmen y Javier, preocupados. Resultó que Javier era el padre de Adrián. Las risas llenaron el vestíbulo.

Los días volaron. Lucía y Carmen debían partir; los hombres se quedaban dos días más. Intercambiaron números. Vivían en ciudades cercanas. Adrián tenía una empresa de transporte; treinta y cuatro años, divorciado.

—No quiero que esto termine— le dijo a Lucía. —Solo hay ciento veinte kilómetros entre nosotros.

Ella sintió lo mismo. Con él, recordó que la vida seguía. Se sentía segura, querida.

—Hay que vivir— decidió.

Con el tiempo, Lucía se mudó a la casa de campo de Adrián, donde vivía con su padre. Un jardín inmenso, cuidados por Javier, que ahora llamaba a Carmen a diario.

Una tarde, Carmen apareció en su puerta. Más tarde, se mudó definitivamente.

Lucía y Adrián se casaron.

—Mira nuestro destino— reía Carmen. —¿Y si no hubiéramos ido al balneario?

Lucía esperaba gemelos. Adrián la mimaba, la cargaba casi en brazos.

—Ten cuidado— le rogaba.

La felicidad llenó esa casa grande, como un sueño que al fin se hizo real.

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