**Más fuerte que la muerte**
Regina abrió los ojos. El reloj de la pared marcaba las siete y media de la mañana. Junto a él colgaba una foto de su marido con un lazo negro en la esquina. Así comenzaba cada uno de sus días. Miraba el reloj y, al instante, su vista se desviaba hacia la sonrisa de su esposo. O al contrario. «Hola. Buenos días, amor mío». Eso solía decirle por las mañanas. Solo que ya no podía besarla como antes.
***
Tras nueve días, antes de irse, su hija retiró el lazo negro del retrato. Por la mañana, Regina despertó, vio el marco sin la cinta y creyó que la muerte de su marido había sido solo un sueño.
Entró en la cocina, donde su hija preparaba tortillas.
—¿Papá ya se ha ido al trabajo? —preguntó.
La hija se volvió bruscamente y la miró desconcertada.
—Mamá, me asustas. Primero, hoy es sábado. Segundo… a papá lo enterramos ayer. ¿No te acuerdas?
Regina se dejó caer pesadamente en una silla.
—¿Quitaste el lazo del retrato? Pensé que…
Rompió a llorar. El dolor la golpeó de nuevo, aplastándola como una losa de piedra, ahogándola sin piedad. Su hija se acercó, se agachó frente a ella y le buscó la mirada.
—Mamá, lo siento. Ahora mismo lo vuelvo a poner. No pensé…
Cuando Regina entró en la habitación, el lazo negro ya estaba de nuevo en su sitio. Pero eso no la alivió, sino que empeoró las cosas. Mejor el engaño del sueño que la horrible realidad. Pero no lo dijo en voz alta.
—¿Por qué no vienes conmigo? Podrías quedarte un tiempo en casa, distraerte —sugirió su hija.
—No pienses mal, estoy bien. No me he vuelto loca. Es solo que, al ver la foto sin el lazo, deseé que todo fuera una pesadilla. Me quedo aquí. «Con papá», estuvo a punto de añadir, pero temió asustar aún más a su hija.
—No pienso nada, solo te lo propongo.
—Sí que lo piensas —dijo Regina.
—No te enfades, mamá.
La hija se marchó, prometiendo llamar cada día. Se había casado con un compañero de universidad y se fue a vivir con sus suegros a otra ciudad. Allí era feliz.
***
Pasaron ocho meses, pero el dolor seguía intacto. Regina aprendió a convivir con él. Entró en el baño y abrió el grifo. Parpadeando, otra bombilla del techo se apagó. «Mejor así —pensó Regina, lavándose la cara—. Con esta luz, mi reflejo en el espejo no da tanto miedo».
Los árboles del jardín se cubrían de un verdor tenue por los brotes recién nacidos. En las zonas más soleadas, ya habían aparecido las primeras hojas. El cielo se cubrió de nubes.
Regina apartó la mirada de la ventana, dejó la taza de café vacía en el fregadero y se vistió. Los fines de semana solía ir al cementerio, sobre ahora que la nieve se había derretido y la tierra estaba seca. Hoy cumplía ocho meses desde la muerte de su marido. Ocho meses que, para Regina, fueron un único y largo día de dolor.
A la entrada del cementerio, unas mujeres vendían flores naturales y artificiales. Regina eligió las frescas. Con el tiempo, la tumba de su esposo se había perdido entre otras nuevas. Retiró las flores marchitas, colocó las nuevas, arregló los lazos de las coronas y acarició la foto de su marido. El sol la había desteñido, su rostro se desvanecía. La próxima vez traería una foto nueva, protegida por un marco. Su hija y su yerno vendrían en verano; entonces colocarían la lápida…
El párroco dijo en el funeral que, para Dios, todos están vivos. Esas palabras se clavaron en su mente como un consuelo. Quizá por eso la atraía el cementerio. Allí sentía más cerca la presencia de él. No bajo la tierra, sino en algún lugar alto. Porque dicen que el alma sube al cielo, al Reino de los Cielos…
—Hola. Ahora tienes más compañía. A mí también me rodea gente, pero sigo sintiéndome sola sin ti. Nuestra hija llama cada día. Le va bien. ¿Recuerdas cuando no querías que se casara? Ahora son felices con Pablo, se quieren mucho.
Imagínate, creyó que estaba embarazada, pero el test dio negativo. Se alegró y se entristeció a la vez. No quiere hijos aún. Prometió que, si es niño, lo llamará como tú. ¿Te parece bien?
Te echo tanto de menos. Todo se me cae de las manos. Ya he roto mil platos. También rompí tu taza favorita, perdóname. Quería guardarla y… ¿por qué la toqué? Ayer derramé el té. En el supermercado siempre olvido cosas. La última vez dejé unos pepinos frescos. Nuestra hija dice que alimento a todo el barrio. En el trabajo tampoco voy bien. Cometo errores, seguro que me despiden. Las luces del baño se funden. ¿Tú comprabas repuestos? No encuentro ninguno.
Unas gotas cayeron sobre su cabeza.
—Empieza a llover. Creo que ya te lo he contado todo. Volveré pronto. Hasta pronto, amor mío. —Acarició la foto una última vez, se secó las lágrimas y se marchó, esquivando las tumbas recientes.
El autobús tardó en llegar. Regina llegó a casa empapada y helada. No le apetecía entrar en aquel piso vacío.
Junto a la puerta del edificio había una furgoneta con las puertas traseras abiertas. Unos hombres descargaban cajas, muebles y bolsas, llevándolos al ascensor. Una vecina protestaba porque no podía pasar. Los mudadores no respondían, seguían trabajando.
—Buenas. ¿Saben a qué piso se mudan? —preguntó Regina.
—Hola, Regina. No sé el número, pero es en el sexto. Los Rodríguez vendieron el piso en invierno, se compraron una casa. Tú vives en el séptimo, ¿no? Pues tendrás vecinos justo debajo. Bueno, me voy al mercado, tengo a mi nieta sola… —Ambas se apartaron con dificultad entre las cajas.
Regina subió en el ascensor, abrió su puerta. La recibió un silencio opresivo. Se desvistió, entró en la cocina y pisó un charco.
—¡Justo lo que me faltaba!
Abrió el armario bajo el fregadero y vio un hilo de agua saliendo de la llave de paso. Intentó cerrarla con fuerza, pero solo lo empeoró. Era sábado. Si llamaba al fontanero, cortaría el agua a todo el edificio por dos días. Puso un cubo, limpió el suelo y bajó a ver a los nuevos vecinos. La puerta estaba entreabierta.
—¡Hola! ¡Les estoy inundando! —gritó hacia dentro.
Un hombre de unos cuarenta años asomó la cabeza. Regina dio un paso atrás, sorprendida.
—Buenas. Soy su vecina de arriba. Tengo una fuga en la cocina, ¿ha llegado agua aquí?
—A ver, pase.
Regina entró tras él. Una mancha húmeda se extendía por el techo.
—Lo siento, pagaré los daños —dijo, avergonzada.
—No hace falta, igual iba a reformar. Subamos a ver qué se puede hacer. ¿Ha llamado al fontanero?
—Cortaría el agua hasta el lunes.
—Entonces, espere. Ahora traen mis cosas, buscaré mi caja de herramientas y subo.
LlegóLlegó dos horas después, encontró la herramienta adecuada y, con unos movimientos precisos, detuvo la fuga mientras Regina observaba en silencio, recordando cómo su esposo también solía arreglar las cosas sin decir palabra.