**Diario de Javier**
Hoy todo cambió. Me encontraba en la puerta, pálido como la cal, con la mirada oscura, casi amenazante. Las manos se aferraban al marco de la puerta, y mis hombros temblaban, pero no de frío, sino de la rabia que me consumía.
¿Qué pasa aquí? Mi voz, grave y cortante, llenó la habitación.
Claudia sintió que el corazón se le encogía. Me amaba, pero también temía este momento. No quería creer que el hombre que la había rescatado ahora debía elegir entre ella y su propia madre.
Isabel alzó la vista con una calma estudiada, como una actriz que sabe que tiene el control.
Lo que pasa, hijo mío, es que intento salvarte. Piénsalo bien: ¿qué haces con esta chica? En tres meses has gastado más en ella que en ti mismo todo el año pasado.
Madre Cerré los ojos un instante, intentando contener la furia. Te dije que Claudia no es un capricho. Es la mujer que amo.
¿Amor? Isabel soltó una risa fría. El amor no se encuentra junto a los contenedores de basura. ¡Ella viene de ahí, Javier! ¿Sabes lo que eso significa para nuestra reputación?
Claudia sintió cómo le ardían las mejillas. Quería gritar, defenderse, pero una mano invisible parecía oprimirle el pecho. En lugar de palabras, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Di un paso adelante, acercándome a mi madre.
¿Sabes de dónde la saqué? Sí, estaba junto a un contenedor. ¿Sabes por qué? No por ella, sino por una anciana enferma que no tenía qué comer. Pero tú prefieres ver la suciedad antes que la bondad.
La bondad no paga las facturas replicó Isabel con dureza. Y no olvides que un hombre como tú podría tener a cualquier mujer.
Así es respondí, firme. Y he elegido a Claudia.
Un silencio incómodo se extendió entre nosotros.
Claudia, al fin, encontró la voz:
Javier, no tienes que
Sí la interrumpí con suavidad. Ella debe saber la verdad.
Isabel cruzó los brazos, como una jueza esperando la última palabra del acusado.
La verdad es simple, madre: tú crees que el amor se mide en pedigrí y cuentas bancarias. Yo creo que se mide en los momentos en que alguien se queda a tu lado incluso cuando no tienes nada.
Claudia me miró, sintiendo cómo el nudo en su garganta se deshacía.
Cuando la conocí continué, pudo rechazarme. E intentó hacerlo. Sabía que era peligroso aceptar ayuda de un extraño. Pero lo hizo, porque estaba agotada y hambrienta. Desde entonces, nunca le he visto pedir nada para sí misma.
Isabel mordió su labio, pero no dijo nada.
Di otro paso adelante.
Si no puedes aceptar mi decisión, lo siento, pero esta es mi vida. Y ella forma parte de ella.
Claudia tembló. Le costaba creer lo que escuchaba.
Javier su voz era una mezcla de gratitud y miedo.
No, Claudia dije con firmeza. He callado demasiado tiempo. Me dejé atrapar entre lo que quería mi madre y lo que yo quería. Ahora elijo yo. Y elijo que te quedes.
Isabel puso los ojos en blanco, pero mi tono no dejaba lugar a dudas.
Muy bien dijo al fin, levantándose del sillón. Pero no vengas a mí cuando te abandone en la calle.
Y se fue, dejando atrás un tenue aroma de perfume caro y un vacío pesado en el aire.
Claudia se quedó inmóvil, incapaz de moverse.
¿Has hecho esto por mí? susurró.
No solo por ti. Por nosotros. Y porque no quiero vivir sabiendo que perdí a alguien como tú por el orgullo de otro.
Las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero por primera vez en mucho tiempo, eran de alivio.
La atraje hacia mí, abrazándola con fuerza.
Lo lograremos le susurré. Quizá no sea fácil, pero lo lograremos.
¿Y si tu madre nunca nos perdona? preguntó con voz débil.
Entonces viviremos con ello. Yo ya he tomado mi decisión.
En los días siguientes, la casa parecía más tranquila, pero también más fría sin la presencia constante de Isabel. Claudia notaba las miradas de sospecha de los vecinos, pero cada vez que yo le sonreía, recordaba que no estaba sola.
Empezamos a buscar un piso más pequeño, solo para nosotros. Reorganicé mis negocios, y Claudia encontró un trabajo a media jornada en una cafetería cercana. Nuestra vida ya no tenía el lujo de la casa de mi madre, pero tenía algo más: libertad y respeto mutuo.
Una noche de primavera, mientras volvíamos a casa, me detuve y le tomé la mano.
Te prometí algo el día que te conocí, ¿recuerdas? dije.
Que estarías a mi lado, pase lo que pase sonrió Claudia.
Y así es. Y así será siempre.
Nos besamos bajo la luz de las farolas, y para Claudia el mundo entero se reducía a ese instante. Sabía que el camino no estaré libre de obstáculos, pero estaba dispuesta a recorrerlo, porque ya no era la chica del contenedor. Era la mujer que un hombre había elegido amar, sin importar el precio.
**Lección aprendida:** El amor verdadero no entiende de clases ni de apellidos. Se trata de elegir, cada día, estar junto a quien vale la pena, aunque el mundo entero diga lo contrario.







