*10 de octubre, a bordo del Mar de Alborán*
Los marineros avistaron un perro nadando en mitad del océano. Al acercarse, su mundo *se tambaleó* ante lo que vieron
Sus dedos temblaban, pero no por el frío. Ajustó la manta sobre el lomo del animal, como si arropase a un niño. El olor a pelo mojado se mezclaba con metal, yodo y el diésel rancio del barco: el aroma de la cubierta y de una vida que intentaban salvar.
Alberto se irguió, clavando la mirada en el horizonte. El viento le azotaba la cara, el pelo pegado a la frente. Sentía la vibración del casco bajo sus pies, el gruñir del motor en las entrañas del navío, el frío del pasamanos bajo sus manos.
Todo en él gritaba: *«No te metas, no arriesgues»*. Pero aquel perro lo miraba de tal manera que hasta las tormentas más bravas parecían un susurro frente a su mirada. Miguel se secó el rostro y señaló el collar.
Las letras desteñidas apenas dejaban leer un nombre: *«Canelo»*. «No está aquí por casualidad», dijo, con la voz ronca. No eran solo las olas las que lo habían traído. Nicolás asintió, acariciando el hocico empapado.
Ella sí, era una hembra no nadaba sin rumbo. Alguien la esperaba. Iba *hacia* algo. Diego se agachó, mirándola a los ojos.
«¿Qué quieres decirnos, chica? ¿Qué hay ahí delante?», preguntó. Pero el animal solo alzó la cabeza y volvió a mirar al horizonte. El viento cortante levantaba espuma, robándole el aliento a los hombres. Las olas golpeaban el casco con un retumbo sordo.
Las gotas al caer sobre el metal sonaban como campanillas. Todo se fundía en una melodía de preguntas sin respuesta. Alberto retrocedió, observando a la tripulación.
«La hemos rescatado», dijo con esfuerzo. «Es suficiente. Mantengamos el rumbo».
Pero Diego negó con la cabeza. Miguel apartó la vista. Y Nicolás, abrazando al perro, murmuró: «Aún no sabemos a quién nos guía».
Las palabras flotaron como un presagio. Ninguno sospechaba entonces que aquella perra los llevaría al límite entre la vida y la muerte.
Canelo despertó de golpe, como si alguien accionase un interruptor. Se incorporó antes de que Nicolás pudiera sujetarla. El pelo húmedo se pegaba a sus costillas, la respiración era agitada, y sus ojos brillaban con una luz extraña. Tiraba hacia la borda con tal fuerza que Nicolás casi cayó al suelo.
«Tranquila, tranquila», la apretó contra su pecho, sintiendo cómo su corazón latía furioso bajo el pelaje. Diego se acercó con un tazón de caldo humeante. El vapor se mezclaba con el aire salino.
«Vamos, come algo», insistió, acercando el tazón. Pero Canelo ni lo olisqueó. Volvió a arrancarse hacia la borda, arañando el metal con sus uñas. El chirrido cortaba como un cuchillo.
Alberto se aproximó, entrecerrando los ojos. El viento le azotaba, como instándole a volver al puente y olvidarse del asunto.
«¿Por qué quiere ir allí?», preguntó, la voz quebrada pero firme. «¿Se ha vuelto loca?».
Miguel callaba, las manos en los bolsillos, los labios apretados. Miraba al horizonte, pero por dentro, una tormenta hervía.
Nicolás acarició la cabeza del animal. «No es capricho. Mira cómo no deja de observar allá», señaló la línea brumosa. «Sabe algo. Quizá alguien la espera».
Diego se sentó junto a ella. «Chiquilla, ¿quién queda allí? ¿Tu dueño? ¿O alguien más? No nadarías así por nada».
Canelo aulló, un sonido largo y triste, como si contase lo que no podía decir. El lamento se perdió entre la niebla y el gemir de las olas.
Miguel habló por fin, con los dientes apretados: «No podemos ignorarlo. Si está dispuesta a volver al temporal, es porque allí hay algo más valioso que su vida».
Alberto apartó la vista. La sal le quemaba los labios. «Debemos mantener el rumbo», murmuró, pero sin convicción.
Diego bebió un trago del caldo, sin inmutarse ante el ardor. «Recuerdo una historia», dijo, observando a Canelo. «De pequeño, en mi pueblo, un pastor alemán saltó al río tras su amo. El hombre se ahogó, pero el perro siguió nadando tres días, hasta agotarse. Nadie pudo detenerlo. *Creía*». Miró a Alberto. «Ella también cree. Tanto, que saltaría de nuevo hacia la muerte».
Canelo aulló otra vez, más agudo, como un grito del alma. Nicolás la sostuvo, notando el temblor de sus patas, el calor de su aliento.
Miguel posó una mano en el hombro de Alberto. «Siempre dijiste que el mar no perdona a los débiles. Quizá ella sea la fuerte que buscabas».
Alberto se volvió bruscamente, cruzando la mirada con la perra. Esos ojos lo atravesaban: no había miedo, solo una petición muda y una determinación de acero. Inspiró hondo, el aire frío quemándole los pulmones, el olor a pelo mojado y fuelle mezclándose.
«¿Qué propones?», preguntó, aunque ya lo sabía.
Nicolás señaló el horizonte. «Comprobar».
*Y así lo hicimos. A veces, la lealtad es la única brújula que vale la pena seguir. El mar nos enseña que salvar a otros puede ser la forma más dura de salvarnos a nosotros mismos.*