Marineros avistaron un perro nadando en medio del mar. Al acercarse, su mundo se DIO LA VUELTA por lo que vieron…

**Diario de a bordo, 12 de octubre.**
Los marineros avistaron un perro nadando en medio del mar. Cuando se acercaron, su mundo se *volvió del revés* al verlo
Sus dedos no temblaban por el frío. Apretó la manta contra el lomo del animal, como si arropase a un niño. El olor a pelo mojado se mezclaba con metal, yodo y el diésel rancio de la embarcaciónel aroma crudo de la cubierta y de una vida que intentaban salvar.
Javier se levantó, clavando la mirada en el horizonte. El viento le azotaba la cara, el pelo pegado a la frente. Notaba la vibración del barco bajo sus pies, el motor gruñendo en las entrañas del casco, el frío del pasamanos bajo sus dedos.
Todo en él gritaba: *«No te metas, no arriesgues»*. Pero ese perro lo miraba de tal forma que hasta las tormentas parecían callar ante sus ojos. Miguel se secó el rostro y señaló el collar.
Las letras descoloridas decían un solo nombre: *«Toby»*. No está aquí por casualidad, dijo, con la voz ronca al tragar. No fue solo el mar quien lo trajo. Pero Nicolás asintió, acariciando el hocico húmedo.
Alguien lo esperaba. Iba hacia algún lugar, lo supieron. Diego suspiró, agachándose frente al perro, mirándolo a los ojos.
«¿Qué quieres decirnos, chica? ¿Qué hay ahí delante?», preguntó. El perro solo alzó la cabeza y volvió a mirar al horizonte. El viento helado levantaba la espuma, cortaba la respiración. Las olas golpeaban el casco con un retumbo sordo.
Las gotas al caer sobre el metal sonaban como campanillas. Todo se fundía en una melodía hueca, cargada de una pregunta sin respuesta. Javier retrocedió, observando a la tripulación.
«Lo salvamos», dijo con esfuerzo. «Es suficiente. Mantengamos el rumbo».
Pero Diego negó con la cabeza. Miguel apartó la vista. Y Nicolás, abrazando al perro, murmuró: «Aún no sabemos a quién nos guía».
Esas palabras flotaron en el aire como un presagio. Ninguno sospechaba que aquel perro los llevaría al límite entre la vida y la muerte.
El animal despertó de golpe, como si alguien accionase un interruptor. Se levantó de un salto, casi derribando a Nicolás. El pelo empapado se pegaba a sus costillas, la respiración entrecortada, los ojos ardiendo con una luz extraña. Tiraba hacia la borda, forcejeando con tal fuerza que Nicolás casi cayó al suelo.
«Tranquilo, tranquilo», susurró Nicolás, sintiendo cómo el perro se debatía entre sus brazos, el corazón bajo el pelaje mojado latiendo como si quisiera escapar. Diego se acercó con una taza de caldo caliente.
El vapor se mezclaba con el aire salino. «Vamos, come algo». Acercó la taza al hocico, pero el perro ni la olió. Volvió a lanzarse hacia la borda, arañando el metal con las uñas. El sonido rasgaba los oídos como un cuchillo en tela.
Javier se aproximó, entrecerrando los ojos. El viento le azotaba, como instándole a volver al puente y olvidarlo todo.
«¿Por qué insiste?», preguntó, la voz quebrada antes de endurecerse. «¿Está loco?».
Miguel permanecía aparte, las manos en los bolsillos, los labios apretados. Callaba, pero dentro de él rugía una tormenta que temía admitir. Nicolás acarició la cabeza del perro, notando el frío del pelo salado.
«No tira al mar porque sí. Mira hacia allí, siempre». Señaló la línea brumosa del horizonte. «Sabe algo o espera a alguien».
Diego se sentó junto a ellos, dejando la taza en cubierta. El vapor se perdía en la humedad. Tocó el costado mojado del animal, murmurando: «Chiquilla ¿quién te quedó atrás? ¿Tu dueño? ¿O alguien más? No nadaste hasta aquí sin razón».
El perro aulló, un sonido largo y triste, como si contase lo que no podía decir. El aullido se expandió por la cubierta antes de perderse en la niebla.
Miguel habló por fin, con los dientes apretados: «No podemos ignorarlo. Si está dispuesto a volver a la tormenta es que allí hay algo más valioso que su vida».
Javier se volvió hacia las olas. La sal le ardía en la piel, dejando un regusto amargo. Se pasó una mano por la cara, como queriendo borrar la escena.
«El rumbo es el rumbo», musitó, pero sin convicción.
Diego bebió un trago del caldo. El líquido hirviendo le quemó la garganta, pero no inmutó. «Recuerdo una historia», dijo, mirando al perro.
«De niño, en mi pueblo, un pastor alemán saltó al río tras su dueño. El hombre se ahogó, pero el perro siguió nadando tres días, hasta agotarse. Nadie pudo detenerlo porque creía». Miró a Javier. «Este también cree. Tanto, que saltaría otra vez al infierno».
El perro aulló de nuevo, más fuerte, como un grito del alma. Nicolás lo abrazó, notando el temblor de sus patas, el aliento caliente en su cuello.
Miguel puso una mano en el hombro de Javier. «Siempre dijiste que el mar no perdona a los débiles. Quizá él sea el fuerte que buscabas».
Javier se giró bruscamente, enfrentándose a aquellos ojos que lo atravesaban. No había miedo, solo una petición muda y una determinación de acero. Respiró hondo, el viento helado quemándole los pulmones, el olor a pelo mojado y fuelle mezclándose.
«¿Qué propones?», preguntó, aunque ya lo sabía.
Nicolás señaló el horizonte. «Investigar».
**Fin de la entrada.**

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MagistrUm
Marineros avistaron un perro nadando en medio del mar. Al acercarse, su mundo se DIO LA VUELTA por lo que vieron…