Marina Álvarez iba como un rayo.
Siempre iba a mil por hora.
Esa tarde de noviembre corría por la calle de la Ribera con el abrigo desabrochado y una carpeta de papeles que bailaban en sus brazos.
La llovizna empezó como un rumor, pero en un abrir y cerrar de ojos se volvió un aguacero que borraba las aceras.
“No puede ser”, pensó.
Su plan era llegar a casa, darse una ducha rápida y terminar la presentación del día siguiente.
Pero el cielo tenía otros planes.
Empujó la puerta de una librería-cafetería de esas que parecen detenidas en el tiempo, con muebles de madera oscura y ese olor a café recién pasado que te envuelve como un abrazo.
Se sacudió las gotas del pelo y se acercó al mostrador.
Un té negro, por favor pidió, sin apenas alzar la vista.
¿Tan malo es el café? preguntó una voz masculina, con un deje de complicidad.
Alzó los ojos.
Detrás de la barra, un tipo alto, treintañero, pelo castaño y barba de dos días la miraba con una sonrisa que parecía decir “ya te esperaba”.
El café me pone como una moto confesó Marina, un poco a la defensiva. Y ahora necesito calma.
Pues té negro. Pero aviso: en este sitio, el café siempre gana dijo él, señalando el local medio vacío.
Ella soltó una risa, la primera del día.
¿Y tú eres?
Lucas Moreno respondió él, tendiéndole la mano. Dueño, barista y devorador de libros.
Marina se presentó, cogió su té y se sentó junto al ventanal.
La lluvia golpeaba los cristales con ganas.
Mientras repasaba sus notas, Lucas se acercó con un libro entre las manos.
Por si te apetece Creo que este es tu estilo.
Era una novela vieja, de lomo azul y letras doradas.
¿Y tú cómo sabes lo que me gusta? preguntó ella, arqueando una ceja.
No lo sé. Pero cuando alguien entra empapado, pide té y tiene esa cara de “no me hables”, lo que necesita es una buena historia, no más trabajo.
Marina aceptó el libro, sorprendida.
Mientras lo hojeaba, el sonido de la lluvia y el aroma a café de fondo creaban una atmósfera perfecta.
¿Siempre estás aquí? preguntó al rato.
Siempre que el cielo se pone dramático contestó él, misterioso.
Ella rió, pensando que era coña.
Pero no lo era.
Los días siguientes, Madrid volvió a su ritmo, y Marina a sus carreras.
Hasta que un martes, otra tormenta la empujó de nuevo hacia la librería.
Lucas estaba allí, como si supiera que iba a aparecer.
Otra vez tú dijo, sirviéndole el té antes de que lo pidiera.
Otra vez tú esperándome respondió ella.
Esta vez hablaron más.
Lucas le contó que el local era herencia de su abuelo, antes solo librería. Él le añadió la cafetería “para que la gente tuviera excusas para quedarse”.
Marina le habló de su trabajo como arquitecta, de esas jornadas eternas en las que el tiempo se le escapaba.
Suena a quemarse dijo él.
A veces lo es reconoció ella. Pero no sé vivir sin correr.
Lucas la miró con una tranquilidad que la descolocó.
A veces hay que dejar que la vida te pille murmuró.
Desde entonces, la lluvia se volvió su cómplice.
Cada vez que caían las primeras gotas, Marina encontraba un hueco para pasar por la calle de la Ribera.
A veces leía en silencio; otras, charlaban de libros, pelis o viajes que solo existían en su imaginación.
Un jueves de diciembre, Lucas le soltó:
Este sábado cerramos pronto. Vienen unos músicos a tocar jazz. ¿Te animas?
Marina dudó. No era de planes improvisados.
Pero dijo que sí.
Esa noche, el local estaba iluminado por velas, con las sombras de los libros bailando en las paredes.
Lucas le guardó un sitio en primera fila.
Durante el concierto, sus rodillas se tocaban sin querer.
O quizá queriendo.
Al terminar, Lucas le sirvió un vino y se sentó a su lado.
Te he visto entrar mil veces huyendo de la lluvia dijo. Pero creo que en realidad huías de otra cosa.
Marina se quedó callada, pillada por la verdad en sus palabras.
Puede ser susurró. Y aquí se me olvida de qué.
Al salir, la lluvia volvía a caer.
Lucas la acompañó hasta la puerta.
No tengo paraguas dijo ella.
Yo tampoco. Pero si corremos, igual llegamos secos a la esquina.
No corrieron.
Cruzaron la calle despacio, riéndose como críos mientras se empapaban.
En la esquina, antes de separarse, Lucas dijo:
No esperes a que llueva para volver.
Marina sonrió.
Lo intentaré.
No volvió al día siguiente. Ni al otro.
Pero el domingo, con un sol de justicia, apareció en la librería.
Lucas la miró, haciendo teatro:
¿Y el chaparrón?
Hoy lo traigo dentro.
Ese día no hubo té. Ni café.
Hubo una charla lenta, con silencios que hablaban solos.
Al anochecer, Lucas le enseñó el rincón secreto de la librería: una salita con ventanal al río.
Aquí leía mi abuelo cuando llovía explicó. Decía que el sonido del agua le recordaba que la vida sigue.
Marina apoyó la frente en el cristal.
Quizá por eso me gusta este sitio aquí aprendo a parar.
Lucas se acercó tan despacio que ella sintió su aliento antes de verlo.
Puedes parar y quedarte.
Ella giró la cabeza y sus miradas se encontraron.
Justo entonces, la lluvia empezó a golpear el cristal, como si hubiera estado esperando su momento.
Parece que el cielo nos da su bendición susurró él.
Parece respondió ella, antes de que sus labios se encontraran.
Un beso lento, dulce, que sabía a café y a hojas de libro viejo.
Un beso que no tenía prisa.
Desde entonces, cada lluvia fue una excusa.
Pero ya no importaba si lucía el sol o tronaba: la librería de la calle de la Ribera se volvió su refugio.
En ese rincón junto al río, entre páginas y tazas humeantes, Marina Álvarez y Lucas Moreno aprendieron que a veces, el amor no llega con cielos despejados
sino cuando la tormenta te obliga a refugiarte donde menos lo esperas.





