**Diario de un hombre que aprendió a esperar la lluvia**
Siempre recuerdo aquel día de noviembre como si fuera ayer. Lucía Méndez nunca caminaba, siempre corría. La vi cruzar la calle de los Libreros con el abrigo desabrochado y una carpeta bajo el brazo que amenazaba con escapársele en cualquier momento. La llovizna empezó como un murmullo, pero en cuestión de minutos se transformó en un aguacero que borraba las calles de Madrid. La maldición que soltó entre dientes casi se la llevó el viento.
Su plan era sencillo: llegar a casa, darse una ducha rápida y terminar la presentación para el día siguiente. Pero el cielo tenía otros planes. Con el agua empapándole los hombros, empujó la puerta de una librería de barrio, de esas que huelen a madera vieja y café recién hecho. Sacudió las gotas del pelo y se acercó al mostrador.
Un té negro, por favor dijo sin mirar al dueño.
¿No te gusta el café? preguntó una voz masculina, con un tono entre burlón y curioso.
Alzó la vista. Detrás del mostrador, un tipo alto, de pelo castaño y barba de pocos días, le sonreía como si ya la conociera de antes.
No cuando tengo que pensar respondió Lucía, un poco a la defensiva. El café me pone nerviosa.
Entonces, té negro. Pero te aviso: en este local, el café siempre gana dijo él, señalando las mesas vacías.
Esa fue la primera vez que la sonrisa de Lucía le ganó al estrés.
¿Y tú eres?
Daniel Rodríguez contestó, tendiéndole la mano. Dueño, barista y devorador de libros.
Lucía se presentó, tomó su té y se sentó junto a la ventana. La lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar. Mientras repasaba sus notas, Daniel se acercó con un libro entre las manos.
Por si te apetece dijo. Creo que te gustará.
Era una novela antigua, con las tapas desgastadas y letras doradas.
¿Cómo sabes lo que me gusta? preguntó ella.
No lo sé. Pero cuando alguien entra empapada, pidiendo té y con esa cara de no querer hablar con nadie suele necesitar una buena historia más que un café.
Lucía aceptó el libro, sorprendida. El sonido de la lluvia y el aroma del café de otras mesas creaban un ambiente que, por primera vez en mucho tiempo, la hizo sentirse en paz.
¿Siempre estás aquí? preguntó después de un rato.
Siempre que llueve respondió él, con un guiño.
Ella rió, pensando que era una broma. Pero no lo era.
Los días siguientes, Madrid volvió a su ritmo habitual, y Lucía a sus jornadas interminables en el estudio de arquitectura. Pero un martes, otra tormenta la llevó de vuelta a la librería. Daniel estaba allí, como si la hubiera estado esperando.
Otra vez tú dijo, sirviéndole el té sin que ella lo pidiera.
Otra vez la lluvia contestó ella.
Ese día hablaron más. Lucía descubrió que Daniel había heredado el local de su abuelo, que antes era solo una librería. Él le había añadido la cafetería para “darle a la gente una excusa para quedarse”. Daniel, por su parte, supo que Lucía trabajaba en un estudio donde doce horas al día eran lo normal.
Suena agotador comentó él.
Lo es admitió ella. Pero no sé hacer otra cosa que correr.
Daniel la miró con una calma que la desarmó.
A veces hay que dejar que la vida te alcance dijo.
Desde entonces, la lluvia se convirtió en su complicidad. Cada vez que caían las primeras gotas, Lucía encontraba una excusa para pasar por la calle de los Libreros. A veces leía en silencio; otras, hablaban de libros, películas o viajes que ninguno había hecho aún.
Un jueves de diciembre, Daniel le hizo una propuesta:
Este sábado cerramos temprano. Vendrán unos músicos a tocar jazz. ¿Te apetece?
Lucía dudó. No solía aceptar planes improvisados. Pero dijo que sí.
Esa noche, el local estaba iluminado por velas, con las sombras de los libros danzando en las paredes. Daniel le guardó un sitio en primera fila. Durante el concierto, sus rodillas se rozaban sin querer. O quizá queriendo.
Al terminar, Daniel le sirvió una copa de vino y se sentó a su lado.
Te he visto entrar corriendo muchas veces para escapar de la lluvia dijo. Pero creo que en realidad huías de otra cosa.
Lucía guardó silencio, sorprendida por su perspicacia.
Tal vez admitió. Y aquí se me olvida de qué.
Esa noche, al salir, la lluvia había vuelto. Daniel la acompañó hasta la puerta.
No tengo paraguas dijo ella.
Yo tampoco. Pero si corremos, llegaremos a la esquina antes de empaparnos.
No corrieron. Caminaron despacio, riendo mientras el agua les mojaba el pelo y la ropa. En la esquina, antes de despedirse, Daniel murmuró:
No esperes a que llueva para volver.
Lucía sonrió.
Lo intentaré.
No regresó al día siguiente. Ni al otro. Pero el domingo, con el cielo despejado, apareció en la librería. Daniel la miró, fingiendo sorpresa.
¿Y la lluvia?
Hoy la traigo dentro.
No hubo té ni café. Solo una conversación larga, con silencios cómodos y miradas que decían más que las palabras.
Al anochecer, Daniel le mostró un rincón oculto de la librería: una pequeña sala con un ventanal que daba al Manzanares.
Aquí leía mi abuelo cuando llovía explicó. Decía que el sonido del agua le recordaba que todo fluye.
Lucía apoyó la frente contra el cristal.
Tal vez eso es lo que me gusta de este lugar que me enseña a detenerme.
Daniel se acercó tan despacio que ella sintió su aliento antes de verlo a su lado.
Puedes detenerte y quedarte.
Ella giró el rostro y lo miró. En ese momento, la lluvia comenzó a golpear el cristal, como si hubiera estado esperando su señal.
Parece que el cielo está de nuestro lado susurró él.
Parece respondió ella, antes de besarlo.
Un beso lento, cálido, que sabía a café y a té. Un beso sin prisa.
Desde entonces, cada lluvia trajo un reencuentro. Pero ya no importaba si era tormenta o sol: la librería de la calle de los Libreros se convirtió en su refugio.
En ese rincón junto al río, entre libros y tazas humeantes, Lucía Méndez y Daniel Rodríguez aprendieron que el amor no siempre llega con el sol
A veces, llega cuando la lluvia te obliga a quedarte.
**Lección aprendida:** La vida no es una carrera. Las mejores cosas, como el amor, suceden cuando dejas de correr y permites que la lluvia te encuentre.






