Marina Álvarez no tenía tiempo que perder.

**Diario de un encuentro bajo la lluvia**

Siempre iba con prisa, como si el tiempo le pisara los talones. Aquella tarde de noviembre, Lucía Mendoza corría por la calle de las Flores con el abrigo desabrochado y una carpeta que amenazaba con escaparle de las manos en cada paso. La llovizna, al principio apenas un murmullo, se convirtió en un aguacero que borraba las aceras. Respiró hondo, maldiciendo entre dientes. Su plan era llegar a casa, darse una ducha rápida y terminar la presentación para el día siguiente. Pero el cielo tenía otros planes.

Empujó la puerta de una librería que parecía detenida en el tiempo, con estanterías de madera oscura y el aroma a café recién hecho flotando en el aire. Se sacudió las gotas del pelo y se acercó al mostrador.

Un té negro, por favor dijo sin levantar la vista.

¿No tomas café? preguntó una voz masculina, con un dejo de curiosidad y algo de humor.

Alzó la mirada. Detrás del mostrador, un hombre de pelo castaño y barba de días la observaba con una sonrisa que parecía conocerla de toda la vida.

No cuando necesito pensar respondió Lucía, un poco a la defensiva. El café me pone nerviosa.

Entonces, té negro. Pero te advierto que aquí casi nadie se resiste al café dijo él, señalando el local casi vacío.

Ella esbozó una sonrisa, la primera del día.

¿Y tú eres?

Javier Rojas contestó él, tendiéndole la mano. Dueño, barista y devorador de libros.

Lucía se presentó, tomó su té y se sentó junto a la ventana. La lluvia golpeaba los cristales con insistencia. Mientras repasaba sus notas, Javier se acercó con un libro entre las manos.

Por si te apetece dijo, dejándolo sobre la mesa. Era una novela antigua, de tapas desgastadas y letras doradas.

¿Cómo sabes qué me gusta? preguntó ella.

No lo sé. Pero cuando alguien entra empapada, pide té y tiene esa mirada de no querer hablar con nadie suele necesitar una buena historia más que cualquier otra cosa.

Lucía aceptó el libro, sorprendida. Mientras hojeaba las páginas, el sonido de la lluvia se mezclaba con el murmullo de las conversaciones y el aroma del café.

¿Siempre estás aquí? preguntó después de un rato.

Siempre que llueve respondió él, enigmático.

Ella rió, pensando que bromeaba. Pero no era así.

Los días siguientes, la ciudad volvió a su ritmo y Lucía a su agitada rutina. Pero un martes, otra tormenta la empujó de nuevo hacia la librería. Javier estaba allí, como si la hubiera estado esperando.

Otra vez tú dijo, sirviéndole té sin que lo pidiera.

Otra vez la lluvia contestó ella.

Esta vez hablaron más. Lucía descubrió que Javier había heredado el local de su abuelo, que antes era solo una librería. Él había añadido la cafetería para que la gente tuviera una excusa para quedarse. Javier, por su parte, supo que Lucía era arquitecta y que su trabajo la consumía.

Suena agotador comentó él.

Lo es admitió ella. Pero no sé hacer otra cosa que correr.

Javier la miró con una calma que la desarmó.

A veces hay que dejar que la vida nos alcance dijo.

Desde entonces, la lluvia se convirtió en su cómplice. Cada vez que caían las primeras gotas, Lucía encontraba una excusa para pasar por la calle de las Flores. A veces leía en silencio; otras, hablaban de libros, de películas, de lugares que ninguno había visitado.

Un jueves de diciembre, Javier le hizo una propuesta:

Este sábado cerramos temprano. Vendrán unos músicos a tocar jazz. ¿Te gustaría venir?

Lucía dudó. No solía aceptar planes improvisados. Pero dijo que sí.

Esa noche, el local estaba iluminado por velas, las sombras de los libros danzando en las paredes. Javier le guardó un asiento en primera fila. Durante el concierto, sus rodillas se rozaban sin querer. O quizá queriendo.

Al terminar, Javier le sirvió una copa de vino y se sentó a su lado.

Te he visto entrar corriendo para escapar de la lluvia dijo. Pero creo que en realidad huías de otra cosa.

Lucía guardó silencio, sorprendida por su perspicacia.

Tal vez sí admitió. Y aquí se me olvida de qué.

Esa noche, al salir, la lluvia había vuelto. Javier la acompañó hasta la puerta.

No tengo paraguas dijo ella.

Yo tampoco. Pero si corremos, llegaremos a la esquina antes de empaparnos.

No corrieron. Caminaron despacio, riendo mientras el agua les mojaba el pelo y la ropa.

En la esquina, antes de despedirse, Javier murmuró:

No esperes a que llueva para volver.

Lucía sonrió.

Lo intentaré.

No regresó al día siguiente. Ni al otro. Pero el domingo, con el cielo despejado, apareció en la librería.

Javier la miró, fingiendo sorpresa.

¿Y la lluvia?

Hoy la traigo dentro.

No hubo té ni café. Hubo una charla larga, con silencios cómodos y miradas que decían más que las palabras.

Al anochecer, Javier le mostró un rincón oculto de la librería: una pequeña sala con un ventanal que daba al río.

Aquí leía mi abuelo cuando llovía explicó. Decía que el sonido del agua le recordaba que todo sigue fluyendo.

Lucía apoyó la frente contra el cristal.

Quizá eso es lo que me gusta de este lugar que me recuerda que puedo parar.

Javier se acercó tan despacio que ella sintió su respiración antes de verlo a su lado.

Puedes parar y quedarte.

Ella giró el rostro y lo miró. En ese instante, la lluvia comenzó a golpear el cristal, como si hubiera estado esperando la señal.

Parece que el cielo está de nuestro lado susurró él.

Parece respondió ella, antes de besarlo.

Un beso lento, cálido, que olía a café y a té. Un beso que no tenía prisa.

Desde entonces, cada lluvia los reunió. Pero ya no importaba si era tormenta o sol: la librería de la calle de las Flores se convirtió en su refugio.

Ahí, entre libros y tazas humeantes, Lucía Mendoza y Javier Rojas aprendieron que el amor no siempre llega con el sol

A veces, llega cuando la lluvia te obliga a detenerte.

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Marina Álvarez no tenía tiempo que perder.