Manzanas del destino: el regreso a casa

María López estaba en su huerto en Valdeperales, mirando los manzanos cargados de fruta. La cosecha este año era increíble. Las manzanas —rojas, amarillas, con mejillas sonrosadas— caían al suelo, llenando el aire de un dulce aroma. Ni siquiera intentaba recogerlas, no había nadie para comérselas.

En el pueblo casi no quedaba gente. Los jóvenes se habían ido a la ciudad buscando una vida mejor, y los mayores se podían contar con los dedos. En invierno, en Valdeperales, solo se veían luces en cuatro o cinco casas.

—¿En qué piensas, María? —sonó una voz a su espalda—. ¿No te arrepientes de irte?

Era Lucía, su vecina, que había llegado con un carrito para llevarse manzanas.

—¿Eres tú, Lucía? —suspiró María—. Llévatelas, llévatelas todas. Al menos las comerá tu cabra. Toma todo lo que puedas cargar… ¿Arrepentirme? Ojalá, pero mi hijo ya ha cerrado la venta de la casa, hasta tiene la señal.

—Qué pena perderte —dijo Lucía, moviendo la cabeza—. ¿Quién vendrá a vivir aquí? Quién sabe qué clase de gente será. Y no creo que vivan todo el año, solo serán veraneantes.

Lucía calló y empezó a recoger manzanas. María, mirándola, murmuró:

—¡Vaya cosecha! No recuerdo una igual. Justo cuando me iba, la tierra, mi huerto… como si me retuvieran. Dios mío, qué difícil ha sido decidirme. Y todavía no entiendo por qué lo hago.

—A tu hijo le va mejor así —respondió Lucía—. No tendrá que venir hasta aquí, todo lo tiene cerca: tiendas, médicos. Y ni siquiera tendrás que trabajar, ni leña ni huerto que cuidar.

—Es cierto —asintió María, pero su voz tembló—. Pero mi alma se queda aquí. La cabeza lo entiende, pero el corazón no me deja ir. Lucía, te dejo a mi gato Misifú y al perro Canelo. Cuídalos hasta que me aclare. A Misifú quizá me lo lleve a la ciudad, pero Canelo es viejo, en un piso no estaría bien. Qué lío…

—No te preocupes, María —asintió Lucía—. Mañana me llevo a Canelo, y Misifú vendrá solo, es listo. No pierdas el autobús. Ojalá nos veamos otra vez. Quizá vuelvas… Y prometiste visitarnos, yo te espero.

—Sí, sí… —murmuró María—. La maleta está hecha, mi hijo vendrá el fin de semana por lo demás.

Dio una última vuelta por la casa, deteniéndose frente al hogar de la cocina. Las lágrimas le nublaban la vista, pero el tiempo apremiaba. Salió al camino y se sentó en un viejo tronco junto a la cuneta.

Pronto llegó el autobús, chirriando y traqueteando. María, tras despedirse del conductor, se sentó junto a la ventana. Era la única pasajera —Valdeperales era la última parada—.

La carretera, como siempre, estaba llena de baches. Tras las lluvias, los hoyos se habían llenado de agua, y el autobús avanzaba despacio. De pronto, en uno de los golpes, hubo un chirrido seco y el motor se paró. El conductor, refunfuñando, bajó de la cabina.

—¿Qué ha pasado? —gritó María, asomándose por la ventana.

El conductor, agachado junto a la rueda delantera, negó con la cabeza:

—Esto pinta mal, hay que llamar ayuda o nos quedamos aquí a dormir.

Empezó a llamar por teléfono, y María, para su sorpresa, sintió alivio. Bajó del autobús y dijo:

—No hemos ido lejos, volveré a casa. Si no llega la ayuda, ven a dormir al pueblo. Ya es tarde.

—Llegarán en hora y media —respondió el conductor—. ¿Quieres esperar? Aunque luego habrá que arreglarlo.

—No, no esperaré —cortó María—. Son dos kilómetros, llegaré.

—¿Está segura? —dudó él.

—¡Claro! —sonrió ella—. He caminado caminos peores, ya sea por setas o hasta el pueblo de al lado por pan.

María emprendió el regreso a Valdeperales con paso ligero. La maleta pesaba poco, y su corazón cantaba de alegría. Lucía, que volvía con su carrito, la vio en el camino.

—¡Ay, madre! —exclamó—. ¿Qué significa esto?

—Pues que la casa no me deja ir —rió María—. Ahora llamo a mi hijo, que no me espere. El autobús se ha roto a las afueras, algo con la rueda. Ya conoces nuestros baches.

—¡Me alegro! —se animó Lucía—. Ven a cenar a mi casa. Seguro que no tienes nada preparado, yo tengo comida caliente. Charlaremos un rato.

Canelo, al ver a su dueña, ladró contento y movió la cola. Misifú se coló dentro, directo a su plato.

María dejó la maleta y dijo en voz alta:

—Dios mío, ¡perdóname! ¿Qué estoy haciendo? No me voy a ninguna parte, y punto.

Misifú maulló en respuesta.

—¿Hablas por Dios, Misifú? —sonrió María—. ¿O apoyas mi decisión?

El gato se frotó contra sus piernas y saltó a su regazo.

—Espera, tengo que llamar a Antonio, no vaya a preocuparse —dijo, marcando el número de su hijo.

—Antonio, escucha, el autobús se ha estropeado… Sí, justo al salir del pueblo. Parece que no es mi destino irme. Ya estoy en casa. No me esperes, no voy. No, no miento, algo con la rueda. Iba sola. Y sabes qué, me quedo. Perdóname, hijo. Dile a los compradores que no, disculpa por mí.

—Mamá, ¿estás segura? —preguntó Antonio—. Justo iba a decirte: los compradores se han echado atrás. Imagínate. Y ni siquiera quisieron recuperar la señal, dejaron un par de miles por las molestias.

—¡Pues mejor! —rió María—. No vendo la casa. Ahora lo sé seguro.

—Bueno, ya lo hablaremos —suspiró Antonio.

—¿Qué hay que hablar? Donde naces, allí te quedas —respondió María—. Perdona, hijo.

—Bueno, ¿qué le vamos a hacer? —sonrió Antonio—. Con ese dinero compramos leña para un par de inviernos. Mañana la encargo.

—¡Perfecto! —se alegró María—. Te espero con la leña. Voy a darle la buena noticia a Lucía, que me quedo.

Lucía y su marido, Miguel, preparaban la cena. Al enterarse, se alegraron tanto como ella.

—Por este motivo, hay que brindar —dijo Miguel, alzando la copa—. Basta ya de mudanzas, María. Quédate tranquila, y déjanos tranquilos a nosotros. Estamos acostumbrados a ti, no te dejaremos sola. Y tú también nos ayudas.

—Tienes razón —María se emocionó, abrazando a sus vecinos—. No os asustaré más.

—Y lo mejor —añadió— es que todas las señales me decían quedarme. Hay que escuchar a Dios.

—Y a nosotros de paso —guiñó Miguel.

Brindaron, cenaron, y durante mucho tiempo se oyeron risas y conversaciones desde su casa.

Una semana después, Antonio y su mujer llevaron la leña. Pasaron todo el día apilándola, con ayuda de Lucía y Miguel. Por la noche se reunieron en casa de María. El ánimo era alegre, como si nunca hubieran pensado enY mientras el sol se ponía detrás de los campos, pintando el cielo de tonos dorados, María supo en su corazón que había tomado la decisión correcta, porque al fin y al cabo, Valdeperales no era solo un lugar, era su hogar.

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