Idoia Martínez secó sus manos mojadas y, gimoteando por el dolor de espalda, fue a abrir la puerta. Llamaban tímidamente, pero ya era la tercera vez. Estaba limpiando la ventana y no salió inmediatamente al recibidor. Detrás de la puerta estaba una chica muy joven, muy simpática, pero pálida y con ojos cansados.
– Idoia Martínez, dicen que podría alquilar una habitación.
– ¡Ay, vecinos entrometidos, siempre enviando gente! No alquilo ninguna habitación, y nunca lo he hecho.
– Pero me han dicho que tiene tres habitaciones.
– ¿Y qué? ¿Por qué debo alquilarlas? Me he acostumbrado a vivir sola.
– Bueno, perdone. Me dijeron que es creyente y pensé…
La chica, intentando contener las lágrimas que llenaban sus ojos, se dio la vuelta y empezó a bajar las escaleras lentamente, sus hombros temblaban.
– Vuelve, chica. ¡No te he dicho que no! ¡Qué sensibles son los jóvenes hoy en día, enseguida se ponen a llorar! Vayamos al piso a hablar. ¿Cómo te llamas? ¿Nos tuteamos?
– Marina.
– “Marina” significa de mar. ¿Tu padre era marinero?
– No tengo padre. Soy huérfana. Me encontraron buenas personas en el portal y me llevaron a la policía cuando aún no cumplía un mes.
– Bueno, no te ofendas. Vamos, tomamos un té y hablamos. ¿Tienes hambre?
– No, compré un pastelito.
– ¡Compró un pastelito! ¡Ay, juventud, no se preocupan por sí mismos, y a los treinta ya tienen úlcera de estómago! Siéntate, que todavía está caliente el guiso de garbanzos. Y calentaremos un poco de té. Tengo mucha mermelada. Mi marido murió hace cinco años, pero por costumbre sigo preparando como si fuéramos dos. Comamos y luego me ayudas a acabar de limpiar la ventana.
– Idoia Martínez, ¿podría hacer algún otro trabajo? Me mareo, temo caer de la ventana. Estoy embarazada.
– ¡Mejor aún! Solo me faltaba una embarazada. Tengo mis estrictas normas. ¿Lo has engendrado sin estar casada?
– ¿Por qué piensa eso? Estoy casada. Jorge es del mismo orfanato. Pero se lo han llevado al ejército. Vino de permiso recientemente. Y cuando la dueña se enteró de que estaba esperando un bebé, me echó. Me dio una semana para encontrar un lugar donde quedarme. Vivíamos cerca. Pero ya ve, las circunstancias…
– Vaya… Las circunstancias… ¿Y qué hago contigo? ¿Llevo mi cama al cuarto de mi difunto hermano? Bueno, toma mi habitación. No te cobraré ni un euro, ni lo menciones que me enojo. Mejor ve por tus cosas.
– No estoy lejos. Todas nuestras cosas están en una bolsa en el portal. La semana ha pasado y llevo todo el día recorriendo casas.
Así se convirtieron en dos… Marina estudiaba diseño de moda. Idoia Martínez llevaba muchos años con una incapacidad tras un grave accidente de tren, por lo que permanecía en casa, hacía encajes de ganchillo que vendía en el mercado cercano. Sus trabajos eran de gran creatividad: encajes, manteles, cuellos, como espuma marina, delicados, casi etéreos, y por eso se vendían bien. El dinero no faltaba. Parte provenía de la venta de verduras y frutas del jardín. Los sábados trabajaban juntas en el jardín. Los domingos, Idoia iba a la iglesia mientras Marina se quedaba en casa revisando cartas de Jorgito y respondiéndolas. A la iglesia iba pocas veces, no estaba acostumbrada. Se quejaba de que se le cansaba la espalda y se mareaba.
Un sábado, mientras trabajaban en la casita de campo, el huerto estaba ya recogido y preparaban la tierra para el invierno. Marina se cansaba rápido y tía Idoia la mandaba descansar, a escuchar viejos discos que compraron antaño con su marido. Ese sábado, después de trabajar con el rastrillo, la futura mamá se recostó. Idoia echaba al fuego tallos secos, ramas, y miraba reflexiva el fuego. De repente oyó el grito de Marina: “¡Mamá! ¡Mami! Ven rápido”. Con el corazón batiendo fuerte, olvidando el dolor de piernas y espalda, Idoia corrió al cobertizo. Marina gritaba sujetándose el vientre. En poco tiempo convencieron al vecino y, a la velocidad que permitía un viejo “Seat”, llegaron a la maternidad. Marina se quejaba sin cesar: “¡Mami, me duele! Pero es temprano aún, me toca a mediados de enero. Mamá, reza por mí, tú sabes”. Idoia lloraba, rezando incesantemente entre lágrimas.
Del área de recepción llevaron a Marina en una camilla, y el vecino la devolvió a casa. Toda la noche oró a la Virgen para proteger al niño. A la mañana siguiente llamó al hospital.
– Todo está bien con su hija. Al principio lloraba pidiendo por ti y Jorge, pero se calmó, y se durmió. El doctor dice que ya no hay amenaza de aborto, pero tendrá que quedarse un par de semanas con nosotros. Además, su hemoglobina es baja. Asegúrate de que coma bien y descanse mucho.
Cuando dieron el alta a Marina, hablaron hasta la medianoche. Marina hablaba de su Jorge.
– No es un abandonado, como yo. Es huérfano. Estuvimos juntos en el mismo orfanato todos estos años. Desde la escuela éramos amigos y después nos enamoramos. Me cuida, incluso más que el amor. Entiende que es así. Mire cómo escribe seguido. ¿Quiere que le muestre su foto? Ahí está, el segundo desde la derecha. Sonríe…
– Hermoso… – Idoia Martínez no quería ofender a Marinita. Hace tiempo que necesitaba cambiar de gafas. Además, la imagen era pequeña y había muchos soldaditos. No podía ver ni al segundo, ni al tercero, ni al quinto. Solo los contornos… – Marina, he querido preguntarte, ¿por qué en el jardín me llamaste mamá aquella vez?
– Es que… Me olvidé por miedo. Costumbre del orfanato. Todos eran papás y mamás desde el director hasta el fontanero. Me costó dejar de hacerlo. Aún me pasa cuando me pongo nerviosa. Perdóneme.
– Entiendo… – Idoia suspiró decepcionada.
– Tía Idoia, cuénteme de usted. ¿Por qué no hay fotos de su marido, de sus hijos? ¿No tiene hijos?
– No, no tengo hijos. Tenía un hijo, pero murió pequeño, antes del año. Después de mi incapacidad, no pude tener más. Mi esposo era mi hijo. Lo consentía, lo adoraba. Cuando lo perdí, guardé todas las fotos. Aunque soy creyente, entendía que había ido al Señor, pero era muy duro sin él. Cuando miraba las fotos, me ponía a llorar. Así que las escondí para no tentarme en vano. Ahora necesita mis oraciones, no mi llanto. Marinita, podrías pedirle a tu Jorge que se saque una foto grande, para ponerla en un marco. Tengo algunos por aquí.
En la Vigilia de Navidad, Idoia Martínez y Marina se preparaban para la fiesta, decoraban las habitaciones, hablaban del Niño Jesús y esperaban la primera estrella. Marina no dejaba de cambiar de posición, frotándose la cintura.
– Algo tienes, querida, que no escuchas ni una palabra mía. ¿Por qué te mueves tanto?
– Tía Idoia, llame a la ambulancia. Voy a dar a luz.
– ¿Qué dices, querida? ¿No era ya para la próxima semana?
– Parece que me equivoqué. Llame rápido, no aguanto más.
Media hora más tarde, la ambulancia ya estaba en el hospital. Y el 7 de enero, el día de Navidad, Marina dio a luz a una niña. Ese mismo día, Idoia Martínez alegró al joven padre con un telegrama.
Enero fue un mes intenso. La pequeña les llenaba de alegría pero también traía muchas preocupaciones. Marina, con el consentimiento de Jorge, decidió llamar a la niña Idoia. A Idoia Martínez le emocionó hasta las lágrimas. La pequeña Idoia les daba muchas noches en vela, con insomnio, con molestias, con berrinches incomprensibles. Pero eran preocupaciones felices. Idoia Martínez casi olvidó sus numerosos achaques.
Un día particularmente cálido de invierno, Idoia Martínez aprovechó el buen tiempo y fue de compras. Al regresar, encontró a Marina en el portal paseando con el cochecito: la joven madre decidió sacar a la bebé a dar un paseo.
– Todavía pasearemos un poco más, ¿sí, tía Idoia?
– Pasead con Dios, yo empezaré a preparar la comida.
Al entrar al salón, Idoia Martínez echó un vistazo a la mesa y vio una foto de su marido en un marco. Sonrió para sí misma: “La encontró. Y escogió la foto más joven. Los jóvenes no quieren ver viejos”.
El guiso ya hervía deliciosamente en la estufa cuando Marina entró con la pequeña Idoia en casa. Un chico vecino ayudaba a subir el cochecito. Cuidadosamente desabrigaron a la bebé, cuyo nariz de botón dormía plácidamente. Salieron en puntillas al salón.
– Marina, – sonrió Idoia Martínez, – ¿cómo supiste dónde guardaba las fotos de Santi?
– No entiendo, ¿a qué se refiere?
– ¿Y esto? – Idoia Martínez señaló la foto.
– Esto es… Usted me pidió que Jorge se hiciera una foto grande. Fue especialmente al estudio. Y el marco lo encontré en la estantería.
Con las manos temblorosas, Idoia Martínez tomó la foto. Solo entonces vio que no era su marido. Un joven sargento sonreía a la cámara. La mujer se sentó en el sofá, pálida, mirando la distancia. Cuando se volvió hacia Marina, esta lloraba desconsoladamente con algodón impregnado de amoníaco en la mano.
– Mamá, ¡mírame! ¡Mírame a los ojos! ¿Qué le pasa, mamá? – Marina sollozaba.
– Marina, abre el armario, en la parte superior hay fotos. Tráelas todas.
Marina trajo varios álbumes y algunas fotos en marcos. Desde uno de ellos, Jorge la miraba…
– ¡Madre mía! ¿Quién es este? ¿Es Jorge? No, la foto es antigua. ¿Quién es, mamá?
– Es mi marido, Santi. Marinita, querida, ¿dónde nació Jorge?
– No sé. Lo llevaron a nuestro orfanato desde Madrid. Y lo llevaron allí tras algún accidente de tren. Le dijeron después, cuando creció, que sus padres murieron allí.
– ¡Dios mío, qué error tan terrible! Me mostraron un cuerpo y lo reconocí. La camiseta era como la de Mikel. Pero no quedaba rostros… Hijo mío, dulce Mikel, tú estás vivo. ¡Tu esposa y tu hija están aquí conmigo y yo no lo sabía! Señor, ¡trajiste a Marinita a mí! Hija, pásame la foto.
Marina, completamente desorientada, no comprendía la magnitud. Le pasó la foto enmarcada e Idoia Martínez la besó, cubierta de lágrimas: “Mikel, mi amor, mi niño querido”.
– Jorge, – corrigió suavemente Marina.
– Llámalo Jorge, pero es mi hijo, Marinita. Míralo en la foto con su padre, igualito.
La joven todavía dudaba.
– Marinita, ¿y el lunar? ¿Tiene un lunar encima del codo derecho? Con forma de estrella. No encontré el lunar en el niño del accidente porque su brazo estaba destrozado. ¿Por qué no dices nada? ¿Hay un lunar?
– Sí, lo tiene. Con forma de estrella. ¡Madre mía, mamá, lo tiene!
Ambas mujeres, abrazándose, lloraban sin hacer caso a los lloriqueos de la bebé en la otra habitación, reclamando el pecho de su madre.