Mañana le diré todo

Mañana se lo diré todo.

Alberto estaba sentado en el sillón, mirando al suelo fijamente. La cabeza le zumbaba por la discusión y el pecho aún ardía de rabia. Se sentía confundido y dolido. Había llegado a casa tarde, agotado tras un día largo de trabajo, con la mente atrapada en informes, plazos y estrés constante. Al ver el desorden en el piso, los nervios no aguantaron más.

—Lucía, ¿es que no puedes hacer nada? —gritó, sin poder contenerse—. ¿Tan difícil es recoger tus cosas?

Su voz resonó en la habitación, y Alberto notó al instante cómo el aire entre ellos se volvió denso. Lucía respondió fría, casi indiferente, pero él vio cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Quiso decir algo para calmar la situación, pero las palabras se le atascaron en la garganta. En lugar de eso, siguió gritando, descargando toda la irritación acumulada.

Lucía estaba sentada al borde de la cama, con los ojos enrojecidos y el corazón latiendo tan fuerte que parecía querer salírsele del pecho. Apretó los puños, sintiendo cómo la ira subía por dentro, inundando cada parte de su ser. Apenas ayer había sido feliz, pero ahora todo había cambiado. Otra discusión más que, parecía, acababa con todas sus esperanzas.

—¿Por qué? —susurraba una y otra vez mientras la cabeza le daba vueltas—. ¿Por qué los hombres creen que tenemos que servirles?

Era lo mismo cada día: Alberto esperaba que ella se ocupara de todo, como si fuera su obligación. Y cuando intentaba explicar que también estaba agotada y necesitaba atención, su reacción siempre era la misma: gritos, reproches, palabras hirientes.

Miró hacia la pila de ropa sucia que había dejado para lavar por la mañana, pero ya no importaba. Las frases de Alberto seguían repitiéndose en su mente: «¿No tienes nada mejor que hacer?», «Claro, otra vez te olvidas de mí». Eran palabras tan habituales como el café de cada mañana, pero hoy sabían especialmente amargas.

—¡No tengo por qué justificarme! —murmuró, mirando su reflejo en el espejo. Su rostro parecía cansado, pero sus ojos brillaban con determinación—. Trabajo tanto como él, y mi dinero es mío.

Recordó el vestido que había comprado hacía poco, algo que llevaba meses deseando. La alegría duró poco. En cuanto él supo que había gastado su dinero en sí misma, comenzó otra pelea. «¡Egoísta! ¡Solo piensas en ti!». Esas palabras aún le dolían.

Pero lo que más le molestaba era que él nunca intentaba entenderla. Solo veía sus propias necesidades. Sus cosas estaban por todas partes, y sin embargo, siempre era ella quien debía recogerlas. Pequeños detalles que sumaban una gran grieta en su relación.

—¡Basta ya! —dijo en voz alta, sacudiendo la cabeza—. Merezco algo mejor. No soy la criada de nadie. Quiero vivir mi vida, no cumplir las expectativas de otro.

Se levantó y se acercó a la ventana. Sabía que era hora de decidir. No podía seguir aguantando. Había que recuperar su libertad, su derecho a ser dueña de sus propias decisiones.

—Mañana —pensó, firme—. Mañana se lo diré todo. Que aprenda a valerse por sí mismo. Que sienta cómo es estar solo.

Esa noche le costó dormir, revolviéndose entre las sábanas. Los pensamientos seguían dando vueltas, pero ahora apuntaban al futuro. Imaginó una vida nueva: ir donde quisiera, comprar lo que le gustara, sin sentirse culpable por cada deseo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo de paz, a pesar de la difícil conversación que le esperaba.

A la mañana siguiente, despertó antes que el despertador. Sus ojos cayeron sobre la pila de camisetas limpias que había planchado el día anterior. «Esta es la última», pensó mientras las guardaba. Hoy comenzaba una nueva etapa, dura, pero que la llevaría a donde merecía: a un lugar donde sería amada tal como era.

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Mañana le diré todo