Mamás extraordinarias

“Madres”

—Buenos días, mamás. ¿Cómo están? —Entra al alba en la sala de posparto una guapa doctora ginecóloga. Con su bata blanca y su cofia almidonada, luce espléndida.

Se acerca a la primera cama, junto a la entrada, donde una joven madre yace de espaldas, mirando hacia la pared.

—Martínez, no finja que duerme. Dele la vuelta. Necesito revisar su vientre —ordena la médica con firmeza.

Martínez obedece a regañadientes. Carla la reconoce al instante. Ambas dieron a luz anoche. La doctora se inclina, aparta la sábana, levanta la gastada camiseta del hospital y palpa el abdomen.

—Perfecto. Le traerán a su hijo para amamantarlo pronto. ¿Está preparada? —pregunta, cubriéndola de nuevo y enderezándose.

La recién estrenada madre abre los ojos, asustada.

—No voy a amamantarlo —confiesa con desesperación.

—¿Y eso?

—No me lo traiga, por favor —suplica Martínez, mirándola con súplica.

—¿Qué ocurre, Martínez? ¿No quieres ver a tu hijo? ¿Piensas renunciar a él? —intuye la doctora.

La joven asiente. La médica la observa con reproche.

—Escucha. Terminaré la ronda y hablaremos. Tienes tiempo para pensarlo —dice, girándose bruscamente hacia Carla.

—¿Y usted, cómo sigue? —La doctora se inclina sobre ella—. Todo bien. ¿Segundo parto? ¿Le traemos al bebé?

—Sí, claro —responde Carla, apresurada.

La médica la mira un momento, como si quisiera añadir algo. Luego mira a Martínez, vuelta hacia la pared otra vez, suspira y sale.

Al cerrarse la puerta, Carla se sienta en la cama y baja los pies al suelo.

—¿Cómo te llamas? —Espera, pero no hay respuesta—. Parimos juntas anoche. Tú un poco antes. Oye, ¿por qué no quieres ver a tu hijo?

Silencio.

—Mi hijo ya tiene cinco… —Carla reflexiona un instante y pregunta de pronto—: ¿El padre te abandonó? ¿Era tarde para abortar? ¿Crees que no podrás criarlo sola? Dicen que si Dios da un hijo, da también para mantenerlo. Ya verás. —Habla a la espalda inmóvil de Martínez.

—Tu bebé irá a un orfanato después del hospital. Nunca conocerá el calor de su madre, el tuyo. Lo cuidarán extrañas. Creerá que alguna es su mamá. Buscará en sus ojos esa conexión. Pero ellas vendrán y se irán, porque tienen sus propios hijos. Y él llorará, llamándote.

Luego lo llevarán a un hogar infantil. Te buscará toda la vida. ¿Crees que lo olvidarás? Con el tiempo, te arrepentirás. Y si lo adoptan, otra mujer será su madre…

—¡Déjenme en paz! ¡No saben nada de mí! —exclama Martínez con voz ahogada por las lágrimas.

—Es cierto, no sé —admite Carla—. Pero nadie renuncia a un hijo así, tras el dolor del parto, tras oír su llanto. Y mira, es mejor que ese hombre te haya dejado. Si no te quiso a ti, no querrá al niño. Hasta con marido, puedes terminar criándolo sola.

Mi marido y yo nos casamos en tercer año de universidad. Di los exámenes finales con barriga. El estrés me adelantó el parto. Creí complacerlo; los hombres quieren hijos varones. Pero jamás despertó su instinto paterno. Y yo fui una madre inepta.

Al volver a casa con el bebé, esperaba una cuna nueva, un cochecito, ropita comprada con amor. Mi suegra trajo una cuna usada de su nieta mayor, con ropa de segunda mano. El coche lo pidió prestado, desgastado. “No hay dinero para uno nuevo”, dijo.

Me dolió el alma. Mi hijo vestiría harapos rosas de niña. Luego, aunque mi marido ganó bien, sólo traía ropa de sobrinos. Mis padres ayudaban, pero los niños crecen rápido. Cuando me quejaba, él decía: “Vístelo tú cuando trabajes”. Un cuchillo en el corazón. El niño era sólo mío.

Siempre me reprochaba no trabajar. Yo corría como pollo sin cabeza. Cocinar, pasear al niño… Si lloraba, lo dejaba todo. Ni tiempo para mí. Engordé, no entraba en mi ropa. Hablar con él era inútil.

A los dos años, lo metí en la guardería. Con el sueldo de mi marido, sentí vergüenza. Pero él sacó un préstamo para un coche caro. Yo iba al trabajo con ropa apretada, humillada.

Las otras madres presumían regalos de sus maridos: anillos, abrigos… Yo ni un vestido merecí. Mis padres me compraron ropa nueva al verme.

Las peleas eran constantes. Un día descubrí su amante. “Mírate”, me dijo, señalando mi peso. Lo dejé, me fui con mis padres. Él apenas intentó recuperarme. A la semana, llevó a su amante a nuestro piso. Creí morir de dolor.

En el divorcio, quiso evitar la pensión. Prometió pagar más por su cuenta. No le creí. Acerté.

En el trabajo conocí a otro hombre. Nos llevaba a mi hijo y a mí al médico. Noté su interés, pero temía volver a equivocarme.

Dos años después, nos casamos. Se encariñó con Adrián. Quería un hijo propio; en su primer matrimonio, su esposa no los deseaba.

Al quedar embarazada, ¡cuánto se alegró! Mi ex vino entonces, exigiendo custodia compartida. Amenazó con demandarme. Su madre llamaba, “extrañando” a Adrián.

Por desgracia, me hospitalizaron por riesgo en el embarazo. Tuve que mandar a Adrián con ellos. Cada día le llamaba. Él hablaba emocionado de juguetes nuevos, el teatro… Me tranquilicé, aunque lo echaba de menos.

Al salir, llamé a mi suegra. Quiso quedárselo más tiempo, “por mi salud”. Accedí; allá estaba bien.

Pero pronto mi ex lo trajo de vuelta. Sin peleas. “Me cuesta demasiado”, admitió. Crecen rápido, todo es caro: ropa, juguetes… Tenía una hipoteca y el coche sin pagar.

¡Cuánto me alegré! Lo abracé sin soltarlo. Mi nuevo marido también. Adrián contó que vivía con su abuela. Su padre casi no iba.

Así fue. Casada, pero como madre soltera. Mejor ningún marido que uno así. Encima amenazó con quitármelo.

El primer matrimonio suele fallar. Buscamos amor, pero hay que elegir un buen padre. En mi segundo marido lo encontré. Tú eres joven y bonita. Lo lograrás.

Tengo mucha ropa de bebé. Cuando empecé a trabajar, le compraba todo nuevo. Te la daré. La leche materna ya la tienes. Para lo demás, habrá dinero. Tu madre te ayudará.

Martínez se ha vuelto hacia Carla, escuchando atenta.

—Mi madre me aconsejó dejarlo aquí —murmura.

—Tonterías. Cuando lo tenga en brazos, lo amará. No te dejará ni acercarte. Créeme.

La puerta se abre. Una enfermera entra con un bultito.

—Aquí tiene a su niña. ¿Sabe cómo colocarla para amamantar? —le dice a Carla, entregándole el fardo bien envuelto.

Ella lo estrecha, ahogándose de felicidad al ver ese rostro diminuto, buscando rasgos familiares.

—¿Y a mí me traerán a mi hijo? —pregunta alguien desde la otra cama.

La enfermera se detiene, sorprendida.

—¿Usted es MartínezLa enfermera asiente con una sonrisa y poco después entrega a Liz un pequeño bulto que llora con ansia, buscando el calor de su madre, mientras ambas mujeres, ahora unidas por un lazo invisible, empiezan el viaje más hermoso y difícil de sus vidas.

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