Mamá, ¿y si dejamos que la abuela se pierda? Así estaríamos mejor todos dijo Marta con un tono desafiante.
Mamá, ¡ya basta! ¿Vas a recordármelo toda la vida? respondió Marta, de quince años, ofendida.
No toda la vida, solo mientras viva con nosotros. Si sale a la calle, se perderá y…
Y morirá bajo un banco del parque, y nos quedaremos con remordimientos… Mamá, ¿y si la dejamos? insistió Marta, retadora.
¿Dejarla cómo? preguntó su madre, confundida.
Que se vaya y se pierda. Tú misma dijiste que estás harta de lidiar con ella.
¿Cómo puedes decir eso? Es mi suegra, no es mi madre, pero para ti es tu abuela.
¿Abuela? Marta entrecerró los ojos, como siempre hacía cuando se enfadaba. ¿Dónde estaba cuando su hijo nos abandonó? ¿Cuando se negaba a cuidarme, a mí, su propia nieta? ¿Te tuvo lástima cuando te matabas a trabajar para ganar unos euros más? ¡Ella te culpaba de que tu marido se fuera!
¡Basta ya! gritó su madre, levantándose de un salto. No debí contarte nada de esto. Suspiró. Te he educado mal si no sientes compasión por los demás, por tu propia familia. Me da miedo. Cuando yo sea vieja, ¿también me tratarás así? ¿Qué te pasa? Siempre fuiste una niña buena. No podías ver un gatito o un perrito abandonado sin llevártelo a casa. Pero la abuela no es un cachorro… Meneó la cabeza, agotada. Ya está castigada. Tu padre no solo nos abandonó a nosotras, sino también a ella.
Mamá, vete a trabajar, llegarás tarde. Prometo que cerraré la puerta dijo Marta, mirándola con culpa.
Vale, antes de que digamos cosas de las que nos arrepintamos… pero su madre no se movió.
Mamá, lo siento, pero verte duele. Piel y huesos. Solo tienes cuarenta años, pero caminas encorvada, arrastrando los pies. Siempre agotada. ¿Por qué me miras así? ¿Quién te dirá la verdad si no es tu hija? Marta no se dio cuenta de que había alzado la voz otra vez.
Gracias. Asegúrate de que no encienda el gas ni deje el grifo abierto.
Justo, eso digo. Vivimos como atadas a ella. Sin vida. Mamá, ¿por qué no la llevamos a una residencia de ancianos? Allí estará cuidada. No entiende nada…
¿Otra vez? la interrumpió su madre.
Será mejor para todos, y sobre todo para ella siguió Marta, sin notar su enfado.
No quiero oírte más. No voy a dejarla en ningún sitio. ¿Cuánto le queda? Que esté en casa…
Nos va a enterrar a las dos. Vete a trabajar. No saldré, cerraré la puerta, te lo prometo repitió Marta, irritada.
Perdona. Te he cargado con esto… Todas tus amigas salen, y tú cuidando a la abuela.
Hablaban sin notar que la puerta de la habitación de la abuela estaba abierta. Ella lo había oído todo, aunque probablemente no lo entendía y lo olvidaría en un minuto.
Su madre se fue al trabajo, y Marta entró en lo que antes era su habitación, ahora ocupada por la abuela.
Abu, ¿necesitas algo? preguntó.
La mirada de la abuela no mostraba ningún deseo.
Vamos, te daré un caramelo Marta la ayudó a levantarse y la llevó a la cocina.
¿Tú quién eres? la abuela la miró con ojos vacíos.
Bebe té Marta suspiró y puso un caramelo frente a ella.
A la abuela le encantaban los dulces. Marta y su madre los escondían y solo le daban uno con el té. Marta observó cómo la abuela desenvolía el brillante papel. A través de su ralo pelo gris se veía el cuero cabelludo pálido. Marta apartó la vista.
Antes, la abuela teñía y peinaba su pelo, lo arreglaba con elegancia. Se pintaba los labios de rojo y se dibujaba las cejas. Marta recordaba el dulce olor de su perfume. Los hombres siempre la miraban, hasta que perdió la cabeza.
No sabía qué sentía hacia ella: ¿lástima, pena, rechazo? Un timbre en la puerta la distrajo.
Será mamá, que habrá olvidado algo fue a abrir.
Pero era su amigo, Sergio, de último curso. Su madre no aprobaba su amistad, así que él venía cuando no estaba.
Hola. ¿Tan pronto? Mamá acaba de irse susurró Marta.
Lo sé. No me vio.
¡Milagros! se oyó la voz de la abuela desde la cocina.
¿Quién es Milagros? preguntó Sergio.
Así llama a mamá, cree que es su hija. Ahora la llevo a su habitación. Métete en el baño y quédate callado. Hoy tiene un momento lúcido. Empujó a Sergio hacia el baño.
No hay nadie. Al entrar en la cocina, vio la taza vacía y el envoltorio del caramelo.
Quiero té dijo la abuela.
Pero… Marta entendió que era inútil explicarle.
La abuela olvidaba todo rápido, sobre todo lo reciente. Pero recordaba bien su pasado. A menudo las confundía, no las reconocía. Aunque a veces tenía momentos de lucidez, breves y raros.
Marta no sabía si la abuela fingía por otro caramelo o si de verdad había olvidado que acababa de tomar té. ¿Quién podría saberlo? Suspiró, le sirvió más té y puso otro caramelo.
La abuela lo desenvolvió con dedos temblorosos. Cuando terminó, Marta la llevó a su habitación y la acostó.
Ahora duerme dijo, cerrando la puerta.
Sergio asomó desde el baño.
¿Puedo salir?
Sí. Vamos a la cocina. Marta miró la puerta, asegurándose de que estuviera cerrada, y lo siguió.
En la cocina, con la música en el móvil compartiendo auriculares, se sentaron juntos. Marta movía la cabeza al ritmo, con los ojos cerrados. No se dio cuenta de que la abuela había salido al recibidor…
Cuando fue a despedir a Sergio, vio la puerta abierta. Corrió a la habitación, pero la abuela no estaba.
La puerta… No la cerré. Se ha ido. Mamá pensará que lo hice a propósito casi llorando, se quejó Marta.
¿Por qué pensará eso? preguntó Sergio.
No lo entiendes. Hoy mismo le dije que sería mejor que se perdiera. Pensará que no cerré la puerta para fastidiarla.
Bueno, vístete, la buscaremos. No pudo ir lejos dijo Sergio.
Marta miró el perchero: el abrigo acolchado de la abuela seguía allí. Los zapatos también.
¿Se habrá ido en zapatillas y bata? Marta lo miró, desconcertada.
¿Estará con los vecinos? Salió al rellano, no reconoció el piso… Yo bajo al patio, tú pregunta en los pisos dijo Sergio, bajando las escaleras.
Pero nadie respondió en el rellano. Marta salió a la calle. Sergio buscó entre los arbustos y el parque infantil…
No está. Revisemos los patios de al lado. Tú ve a la derecha, yo a la izquierda. Quien la encuentre primero llama al otro. Nos vemos aquí ordenó Sergio, sal







