**”Mamá vive de mi dinero”** esas palabras me helaron de terror. **”Mamá vive a mi costa”** esas palabras me dejaron paralizada. Aún no puedo olvidar el día en que leí el mensaje de mi hijo, que me heló la sangre. Mi vida en el piso de Madrid se volvió del revés, y el dolor de sus palabras aún resuena en mi corazón.
Hace años, mi hijo Javier y su esposa, Lucía, se mudaron conmigo justo después de su boda. Celebramos juntos el nacimiento de sus hijos, pasamos por enfermedades y primeros pasos. Lucía estuvo de baja maternal con el primero, luego con el segundo y el tercero. Cuando ella no podía, yo pedía días libres para cuidar de mis nietos. La casa se convirtió en un torbellino de quehaceres: cocinar, limpiar, risas y llantos infantiles. No tenía tiempo para descansar, pero me acostumbré a ese caos.
Esperaba mi jubilación como una salvación. Contaba los días en el calendario, soñando con tranquilidad. Pero aquella paz duró solo medio año. Cada mañana llevaba a Javier y a Lucía al trabajo, preparaba el desayuno a los niños, les daba de comer, los llevaba a la guardería y al colegio. Con la nieta pequeña paseábamos por el parque, luego volvíamos a casa, cocinaba la comida, lavaba, limpiaba. Por la tarde los llevaba a la escuela de música.
Mis días estaban planeados al minuto. Pero aún encontraba algún momento para mi pasión: la lectura y el bordado. Era mi refugio, mi rincón de paz en medio del ajetreo. Hasta que un día recibí un mensaje de Javier. Cuando lo leí, me quedé helada, sin poder creerlo.
Al principio pensé que era una broma cruel. Después, Javier admitió que lo había enviado por error, que no era para mí. Pero ya era tarde: sus palabras me quemaron el alma: **”Mamá vive a mi costa, y todavía gastamos dinero en sus medicinas.”** Le dije que lo perdonaba, pero ya no podía vivir bajo el mismo techo.
¿Cómo pudo escribir algo así? Yo gastaba cada céntimo de mi pensión en las necesidades de la casa. La mayoría de los medicamentos los recibía gratis por ser jubilada. Pero sus palabras mostraron lo que realmente sentía. Me callé, no armé un escándalo. En cambio, alquilé un pequeño apartamento y me mudé, diciendo que estaría mejor sola.
El alquiler se comía casi toda mi pensión. Me quedaba con muy poco, pero no iba a pedirle ayuda a mi hijo. Antes de jubilarme, me compré un portátil, a pesar de los comentarios de Lucía: **”No vas a saber usarlo.”** Pero lo logré. La hija de una amiga me enseñó.
Empecé a fotografiar mis bordados y a publicarlos en redes sociales. Pedí a antiguos compañeros que me recomendaran. Tras una semana, mi pasión me dio los primeros euros. Eran cantidades modestas, pero me dieron confianza para no desaparecer ni humillarme ante mi hijo.
Al mes, una vecina vino a pedirme que le enseñara a su nieta a coser y bordar, pagándome. La niña fue mi primera alumna. Más tarde se unieron otras dos niñas. Los padres pagaban con generosidad las lecciones, y mi vida empezó poco a poco a enderezarse.
Pero la herida en el corazón no se cierra. Casi he dejado de hablar con la familia de Javier. Solo nos vemos en reuniones familiares.







