**Diario de un padre**
—¡No me lo puedo creer! ¡De verdad que no! —gritaba Lucía agitando las manos—. ¿Cómo has podido hacerme esto, mamá?
—Lucita, cálmate, por favor —intentó Carmen coger la mano de su hija, pero esta la apartó—. Hablemos con tranquilidad.
—¿Con tranquilidad? —la voz de Lucía se quebró en un grito—. ¿Después de lo que has hecho? ¡Ahora soy el hazmerreír de toda la ciudad!
—No exageres. ¿Qué ciudad? Aquí en el barrio nadie se entera de estas cosas.
—¡Mamá! —Lucía se agarró la cabeza—. ¿Lo dices en serio o es que no lo entiendes?
Carmen se dejó caer en el sofá. A sus sesenta y dos años, seguía viéndose con energía suficiente para ocuparse de la vida de su hija adulta. Pero por primera vez en mucho tiempo, se sintió vieja y cansada.
—Solo quería ayudarte —dijo en voz baja—. Desde el divorcio, no sales con nadie, te has encerrado en ti misma.
—¡Eso es cosa mía! —estalló Lucía—. ¡Mía! ¡Soy una mujer adulta, tengo cuarenta y un años!
—Por eso mismo me preocupo. El tiempo pasa, y tú…
—¿Y yo qué? ¿Que no le intereso a nadie? ¿Que estoy acabada?
Carmen negó con la cabeza.
—Eres preciosa, hija mía, lista como ella sola. Pero te has vuelto demasiado orgullosa. Los hombres tienen miedo de acercarse.
Lucía dio vueltas por la habitación, retorciendo el cinturón de su bata. El sol de la mañana bañaba el pequeño salón con una luz dorada, pero la tensión en el piso era palpable.
—Mamá, ¿cómo pudiste poner un anuncio en el periódico? —dijo con cansancio—. Y encima uno así…
—¿Qué tiene de malo lo que escribí? —preguntó Carmen, ofendida—. Era una cosa normal.
—¿Normal? —Lucía sacó del bolsillo un periódico doblado y lo abrió—. Escucha bien: «Madre busca hombre serio para hija soltera, cuarenta y un años, guapa, hacendosa. Trabaja como contable, no fuma, no bebe, le gusta cocinar. Contactar con la madre por teléfono». ¡Con la madre, por Dios!
—¿Y qué hay de malo? —Carmen no lo veía.
—¿De malo? ¡No soy un producto en oferta! ¿Y por qué contactar contigo y no conmigo?
—Porque tú no elegirías a nadie. Encontrarías mil excusas para decir que no vale.
Lucía se dejó caer en el sillón frente a su madre y se tapó la cara con las manos.
—Mamá, me llaman a todas horas. ¿Te das cuenta? Ayer un abuelo de setenta años me preguntó si sabía hacer paella y si me mudaría a su pueblo para cuidar de tres cabras.
—Ese desde luego que no vale —asintió Carmen—. ¿Y los demás?
—¿Qué demás? —se indignó Lucía—. ¡Mamá, esto es humillante! Como si no pudiera encontrar a alguien yo sola.
—¿Y puedes?
La pregunta, en voz baja, dio en el blanco. Lucía guardó silencio, sabiendo que su madre tenía razón. Habían pasado cuatro años desde su divorcio de Javier, y no había conocido a nadie que le interesara.
—Eso no significa que haya que buscar por el periódico como en los noventa —refunfuñó.
—¿Entonces cómo? ¿Por internet? Tú ni sabes usarlo.
—Aprendería.
—Sí, como aprendiste en estos cuatro años.
Carmen se levantó y se dirigió a la cocina.
—¿Quieres un té? —gritó—. ¿O mejor unas gotas de tila?
—Mamá, no te burles —Lucía la siguió.
En la cocina olía a repostería recién hecha. Carmen siempre cocinaba cuando estaba nerviosa. Hoy había empanadillas de atún, tortitas de manzana y magdalenas.
—¿Otra vez has pasado la noche horneando? —preguntó Lucía, sonriendo sin querer.
—No podía dormir —admitió su madre—. Pensaba en cómo hablar contigo.
—Deberías haber pensado antes de poner el anuncio.
Carmen puso el hervidor en el fogón y sacó dos tazas del armario.
—Lucita, piénsalo. Trabajas en una oficina llena de mujeres, no hay hombres. En casa, solo libros y series. Al supermercado vas con chándal y el pelo sin peinar.
—¡Me visto normal!
—Para estar en casa, sí. Pero ¿para salir? ¿Cuándo fue la última vez que te pusiste un vestido?
Lucía reflexionó. Era cierto. Desde el divorcio, parecía haber olvidado su feminidad. Vaqueros, jerséis, zapatillas… Ese era todo su armario.
—No es excusa para poner un anuncio —repitió con terquedad.
—¿Entonces cuál es? ¿Quedarte sentada esperando a que el príncipe azul llame a la puerta?
El hervidor silbó. Carmen preparó el té y puso un plato de magdalenas en la mesa.
—Mamá, ¿cuántas llamadas has tenido? —preguntó Lucía con cautela.
—Muchas. Las apunté en un cuaderno. ¿Quieres ver?
Sacó una libreta escolar de cuadritos del cajón. En la portada, con letra infantil, decía: «Novios para Lucía».
—¿En serio? —bufó su hija—. Parece cosa de colegio.
—Pero está todo ordenado. Mira, este Miguel parecía simpático. Cuarenta y cinco años, ingeniero, divorciado, sin hijos. Habla con educación.
Lucía hojeó las páginas. Carmen había apuntado meticulosamente nombres, edades, profesiones y detalles de los hombres que llamaban.
—Mamá, ¿hablaste con todos?
—Claro. ¿Crees que le daría mi hija al primero que pasara? Pregunté de todo: trabajo, sueldo, si tenía casa…
—Como en un interrogatorio —soltó una risa Lucía.
—Pues sí. Al menos así sabes con quién tratas.
Lucía siguió leyendo y no pudo evitar sonreír. Su madre lo había tomado muy en serio. Algunos nombres tenían anotaciones: «bebe mucho», «vive con su madre», «busca criada», «mentiroso, está casado».
—¿Y este Antonio por qué está tachado?
—Empezó a hablar de intimidad en la primera llamada. Le dije que mi hija era una señorita decente y se puso borde.
—Ya. ¿Y este, Sergio?
—Parece buena gente. Cuarenta y tres años, capataz en una obra, piso propio. Viudo, su hija ya está casada.
Lucía dejó el cuaderno y miró fijamente a su madre.
—Mamá, ¿de verdad crees que así se puede encontrar a alguien?
—¿Por qué no? Antes había casamenteras. Los padres arreglaban matrimonios y la gente vivía bien.
—Eso era antes. Los tiempos han cambiado.
—Los tiempos sí, pero la gente no. Todos queremos amor, familia, compañía.
Sonó el teléfono. Carmen lo cogió al instante.
—¿Diga? Ah, sí, por el anuncio… ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta y ocho? ¿Y de qué trabaja? Ya… ¿Ha estado casado? Divorciado… ¿Tiene hijos? No… ¿Por qué no tiene hijos, si no es indiscreción?
Lucía giró los ojos y se fue a su habitación. Su madre podía pasar horas interrogando a cada pretendiente.
En la habitación, abrió su correo electrónico. Entre mensajes del trabajo, encontró varios de hombres desconocidos. Resulta que Carmen no seAl final, Lucía comprendió que a veces el amor llega por los caminos menos esperados, incluso a través de un anuncio puesto por una madre entrometida pero bienintencionada.