Cayetana, hija mía, me estoy muriendo. Ha llegado el momento de contarte todo. Temo que el tiempo se me acabe. Perdóname, hija mía
¡Mamá, no digas eso! ¡Llamo a la ambulancia ahora mismo!
No hace falta la ambulancia, Cayetana, escúchame.
Ana Pérez se recostó y empezó a relatar su historia: «Hace ya mucho, cuando era joven, tuve una amiga llamada Gloria. Las dos veníamos de orfanato, nos hicimos amigas allí y después ingresamos juntas en la Escuela Normal. Al acabar, nos asignaron a una escuela de pueblo.
Yo terminé viviendo en una casita vacía junto al cole, mientras que Gloria se quedó en la casa de dos ancianos. Cada rato libre la pasábamos juntas: íbamos al salón del pueblo a bailar al son de un acordeón. El acordeonista era un joven guapo. En cuanto lo vi, supe que él era el único al que había esperado toda la vida. Se llamaba Víctor, tenía los ojos castaños y una sonrisa que me mataba.
Los fines de semana corríamos al salón. Yo no podía despegar la mirada de Víctor y escuchaba su voz tan cálida. Mi corazón se aceleraba cada vez que me lanzaba una mirada furtiva. Pero pronto me di cuenta de que él siempre miraba a Gloria y le sonreía; ella se sonrojaba, y yo sentía que me había quedado fuera. Comprendí que Vídeo había preferido a la sencilla y humilde Gloria.
Intenté todo tipo de trucos para llamar su atención, pero nada funcionó; él ni siquiera me notaba. ¡Cuánto jaló la celosa! Llegué a odiar a Gloria con todo mi ser. Ella brillaba de felicidad, ajena a mi odio. Un día, con una sonrisa, me susurró:
Ana, pronto nos casaremos Víctor y yo.
Supe entonces que mi vida terminaba. Me sentí aplastada, dejé de comer y de dormir, y solo rondaba una idea: ¡Víctor debe ser solo mío! Por eso, acudí a la única bruja del pueblo vecino, la anciana Pelegrina.
Sé por qué has venido carrasó la anciana al verme.
Al principio me dio miedo, pero pensando en Víctor me armé de valor y acepté el pacto. Pelegrina preparó un brebaje de amor, lo metió en una botella y me lo entregó.
Dale a Víctor de beber dijo.
Intenté darle dinero, pero la bruja se rió a carcajadas:
No me interesan tus euros. Ya sabrás lo que necesito. Vete.
Esa misma noche, Gloria y Víctor pasaron por mi casa. Aproveché el momento, serví la cena y, sin que se dieran cuenta, vertí el brebaje en la copa de Víctor. Tras beberlo, cambió al instante. Gloria, desconfiada, lo llevó a casa. A la mañana siguiente, Víctor estaba en la puerta de mi casa, insistiendo en que solo yo era su destino. La bruja no me había engañado; al fin tenía a mi querido. Nos casamos poco después y vivimos como en un cuento. Víctor no podía vivir sin mí, y yo sin él. ¿Y Gloria? La evitaba, pero inevitablemente teníamos que cruzarnos. Aún recuerdo su rostro triste y sus ojos llenos de lágrimas. Los ancianos donde vivía Gloria nos llamaban bruja y se corrieron rumores de que ella había quedado embarazada de Víctor y había intentado acabar con su vida. Me daba lástima, pero mi marido era mi vida.
Un día llegó al pueblo Don Macario, el viejo que vivía con Gloria.
Vamos conmigo ordenó.
¿Para qué? le pregunté.
Tu amiga está muriendo. Te llama respondió.
Sin decir nada, lo seguí. En la casa de los ancianos había un niño llorando. En la cama yacía Gloria, pálida, casi sin aliento. Mi corazón se encogió y pensé en marcharme, pero entonces ella abrió los ojos y susurró:
Ana, estoy muriendo. Llévate a mi hija. Que la niña de Cayetana tenga a su padre a su lado extendió una mano que cayó sin fuerza.
¡Muerte, bendita! exclamaron los viejos cruzándose.
Doña Matilde, la otra anciana, gritó y me entregó un manojo de ropa. Dentro estaba la niña, mi hija. No quería aceptarla, pero Don Macario rugió:
¡Jamás habría entregado a esa niña! Pero la voluntad de Gloria debe cumplirse. Fue una buena persona, que descanse en paz. Llévate a la niña y vete a casa. ¡Y que no te atrevas a hacerle daño!
Así apareció mi hija. Tu padre se enfadó porque la había tomado. Lloraba sin cesar, irritándome a él y a mí. Víctor cambió, empezó a beber mucho y ya no dormía en casa. Mi vida feliz se desmoronaba y no podía hacer nada. Hija, no sabes cuánto te he odiado.
Yo quería un hijo propio y, de repente, descubrí que estaba embarazada. Víctor, al enterarse, dejó la bebida y empezó a soñar con nuestro niño. Parecía que la felicidad volvía a mi hogar. Pero, justo antes del parto, tuve una pesadilla: estaba en un bosque, en un claro, y una criatura horrenda me miraba con garras negras y pelaje espeso.
¿Me reconoces? He venido a llevar lo que es mío gruñó con la voz de Pelegrina.
Me desperté gritando de dolor y, al anochecer, di a luz a un niño muerto. Tu padre volvió a beber por el dolor y, poco después, murió congelado en la nieve. Tras él, se fueron Don Macario y Doña Matilde. Me quedé sola con tú, en medio de este mundo blanco. Cayetana, te convertiste en el sentido de mi vida pecadora, sin ti no podía imaginar nada.
Creciste y te parecías mucho a tu madre. Siempre quise contarte la verdad y pedirte perdón, pero nunca lo conseguí. Te casaste, tuviste un hijo maravilloso y yo ya no tengo tiempo para seguir guardando este pesado secreto; me asusta dejar este mundo con tanto peso sobre la conciencia.
Soy culpable de la muerte de tus padres. ¿Me perdonas, hija? Es un gran pecado ante Dios y ante vosotros dije, temblando.
Cayetana tembló. Las lágrimas corrían como un río por sus mejillas. Se acercó, me abrazó con fuerza y susurró:
Mamá, te perdono.
Ana Pérez falleció esa noche, dormida, con una sonrisa en los labios.







