Mamá, susurró Víctor cuando quedaron solos en la cocina, llevo tiempo pensando si debía contarte esto.

Mamá dijo Víctor en voz baja cuando quedaron solos en la cocina, llevo tiempo pensando si debía contarte esto.

Catalina lo miró. No estaba acostumbrada a que su yerno quisiera hablar con ella en privado de cosas tan personales.

¿Qué pasa, Víctor? preguntó con cautela mientras secaba los vasos.

Víctor guardó silencio un instante y luego continuó despacio:

Veo que siempre vives por los demás. Por Águeda, por Julita y en el proceso, te olvidas de ti misma. Eres una mujer joven, de cincuenta y un años y caminas con la cabeza baja, como si tu vida hubiera terminado. No es justo.

Catalina esbozó una sonrisa amarga:

Vamos, Víctor, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mi marido me dejó por una más joven, perdí mi trabajo. Solo me queda ser la abuela.

Víctor negó con firmeza:

Yo no lo veo así. Eres fuerte, inteligente, hermosa. Y quiero que sepas que no estás sola.

El corazón de Catalina se encogió. Había una calidez en los ojos del hombre que la sobresaltó.

Víctor susurró, confundida. ¿Qué intentas decirme?

Él dio un paso hacia ella, pero se detuvo, como conteniéndose.

No tienes que decir nada ahora. Solo recuerda esto: hay alguien que realmente te valora.

Catalina calló. Sus palabras resonaron en ella toda la noche.

Las semanas siguientes transcurrieron como siempre: el jardín de infancia de Julita, la farmacia, las tareas del hogar. Pero las palabras de Víctor no la dejaban en paz. Aunque nunca volvió a mencionarlo, Catalina se sorprendía a menudo buscando su mirada.

Una tarde, mientras llevaba a su nieta a casa, se encontró inesperadamente con Gonzalo. Su exmarido caminaba del brazo de Adelina. Gonzalo parecía cansado, avejentado.

Hola saludó él con frialdad. ¿Cómo estás?

Bien respondió Catalina con serenidad. No me quejo.

Adelina la miró de arriba abajo y comentó con sarcasmo:

Sigues siendo tan sencilla.

Catalina solo sonrió. Por primera vez, sintió que no necesitaba demostrar nada. Sabía que su fuerza no estaba en la ropa ni en el maquillaje.

Poco después, una vieja amiga de la universidad la llamó. Le ofreció un nuevo trabajo: enseñar en la escuela politécnica. Catalina lo pensó mucho, pero finalmente aceptó.

Esa nueva labor le devolvió las ganas de vivir. Preparaba clases, corregía exámenes, guiaba a jóvenes estudiantes. Los alumnos la respetaban, y ella misma se sentía rejuvenecer.

Una noche, al regresar a casa, Víctor la esperaba en la puerta con un pequeño ramo de flores silvestres.

Esto es para ti dijo, incómodo. Sin más.

El corazón de Catalina latió con fuerza.

Víctor, sabes que esto no está bien murmuró.

Lo que no está bien es negar lo que siente el corazón respondió él con seriedad. Mereces ser feliz.

Catalina contuvo las lágrimas. Cogió las flores, murmuró un “gracias” y subió rápidamente las escaleras.

Aquella noche, el sueño no llegó. Sabía que no podía quitarle al marido de su hija lo que le pertenecía. Pero, por primera vez en años, sintió que su corazón seguía vivo. Que aún podía amar.

Por la mañana, tomó una decisión. Reunió a Águeda y Víctor en la mesa.

Queridos comenzó con calma, les agradezco todo, pero a partir de ahora será diferente. Yo también quiero vivir. No quiero ser solo la abuela que carga con todo. Tengo un nuevo trabajo, voy a renovar mi piso y he decidido algo: voy a viajar. Quiero ver el mar, del que siempre he soñado.

Águeda la miró asombrada:

Mamá nunca habías hablado de esto.

Ahora es el momento respondió Catalina con firmeza. No os preocupéis, siempre estaré aquí, pero no viviré solo para los demás.

Víctor guardó silencio, pero su mirada lo decía todo: respeto y calidez brillaban en sus ojos.

Con los meses, Catalina cambió. Compró ropa nueva, se apuntó a un curso de idiomas y retomó su pasión: empezó a pintar.

Cuando la familia se reunió para su próximo cumpleaños, ya no era la mujer abatida y solitaria la que ocupaba la cabecera de la mesa, sino una mujer radiante que creía en sí misma.

¡Salud, mamá! dijo Águeda, sirviendo cava. Brindemos por la mujer que finalmente aprendió a quererse.

Chocaron las copas, y la risa llenó la habitación. Catalina, sonriendo para sí, pensó: “Sí. Ahora empieza mi vida de verdad.”

Rate article
MagistrUm
Mamá, susurró Víctor cuando quedaron solos en la cocina, llevo tiempo pensando si debía contarte esto.