Mamá, siempre dijiste que era egoísta, así que regalé tu juego de té a la tía.

– Mamá, siempre decías que yo era egoísta, – sonrió la hija. – Así que he regalado tu vajilla a la tía Rosa.

Desde pequeña, Elena estaba acostumbrada a que los juguetes no duraran mucho en su casa. Todo se debía a que su madre, Anastasia Jiménez, disfrutaba de visitar a amigos llevando a menudo regalos para sus hijos.

– Mamá, ¿por qué te llevaste mi muñeca? – preguntó Elena con inquietud.

– Elena, querida, sé que adoras a tu muñeca, pero hay una niña pequeña que vive enfrente nuestro que está enferma y muy triste. Pensé que nuestra muñeca podía alegrarla un poco. Podemos comprar otra muñeca, pero una oportunidad para hacer una buena acción no surge tan a menudo – explicó su madre, acariciándole el cabello.

Elena miró pensativa a la muñeca, luego a su madre, y derramó una lágrima. No quería separarse de su juguete favorito.

Pero lamentablemente, la aprobación de los demás era más importante para Anastasia Jiménez que las lágrimas de su hija.

– No llores, no puedes ser tan egoísta – dijo la mujer, visiblemente molesta, y mandó a la niña a hacer los deberes.

Al crecer, la lista de cosas que Anastasia donaba aumentó para incluir libros y ropa.

Al principio, Elena se resignaba, pensando que su madre actuaba por buenas razones, y que ella realmente era egoísta.

Sin embargo, poco a poco Elena comprendió que su madre no lo hacía por razones altruistas, y nació en su corazón un sentimiento de rencor e incomprensión.

– Voy a casa de tía María, llegaré tarde – dijo Anastasia Jiménez, cogiendo el abrigo de su hija del perchero.

– ¿Te lo vas a llevar? – se rió Elena, viendo su abrigo en manos de su madre.

– No, no te preocupes, no me cabe. Eres más delgada que yo – respondió la mujer con una sonrisa torpe.

– Entonces, ¿por qué lo cogiste? – preguntó la hija con tono serio.

– Se lo prometí a la hija de María, se le rompió el suyo y no quieren comprar uno nuevo porque la primavera está cerca – justificó la madre.

– ¿Y yo qué me pongo? ¿Su roto? – exclamó Elena sorprendida.

– Ya te dije, pronto será primavera, no lo necesitarás. Si hace frío, coge el mío – murmuró Anastasia Jiménez nerviosa.

Elena siguió mirando a su madre con asombro, sintiendo cómo crecía su indignación.

“¿Por qué siempre regala mis cosas? ¿Por qué piensa que está bien?” – se preguntaba la niña.

Por primera vez, se acercó resueltamente a su madre y le arrebató el abrigo de sus manos.

– Mamá, no entiendo por qué siempre regalas mis cosas. ¡No está bien! – exclamó Elena entre dientes.

– Eres demasiado egoísta, hija. Tienes que aprender a compartir – replicó Anastasia Jiménez, frunciendo el ceño.

– Pero, ¿por qué siempre mis cosas? ¿Por qué mis juguetes, mis libros o mi ropa? – se indignó la hija. – No me importa compartir, pero ¿por qué siempre lo mío? Regala tu abrigo.

Su madre la miró con aturdimiento, como si no comprendiera.

Entonces, frunció los labios con molestia y se marchó de casa sin decir más. Elena se alegró de haber defendido su pertenencia y colgó el abrigo en el perchero.

Pasó el día con orgullo por su acción, pero al día siguiente, todo se repitió.

Solo que esta vez nadie pidió permiso a Elena ni le dio explicaciones.

Anastasia Jiménez cogió el abrigo del perchero y salió rápidamente.

Cuando su hija descubrió la desaparición, comenzó a llorar de impotencia. Ese día entendió que solo viviendo separada de su madre podría salvar sus cosas.

Cuando Anastasia Jiménez regresó a casa, vio el rostro decepcionado de su hija y sintió un vago sentimiento de culpa.

Pero el orgullo y su convicción de estar en lo correcto silenciaron ese sentimiento. Gradualmente, la insatisfacción interna de Elena se convirtió en una determinación para cambiar la situación.

Se esforzó por terminar la escuela con buenas calificaciones y más tarde ingresó en la universidad con beca.

En cuanto se mudó al dormitorio de estudiantes, sintió un alivio involuntario.

Incluso compartiendo habitación con otras tres chicas, Elena se preocupaba menos por sus pertenencias que cuando estaba en casa de su madre.

Los años pasaron, la chica terminó la universidad y consiguió un trabajo. Rentó su propio piso y comenzó a construir su vida personal.

A pesar de las ofensas pasadas, Elena regularmente llamaba a su madre y de vez en cuando la visitaba.

Un día, Anastasia Jiménez visitó a su hija y decidió, como de costumbre, regalarle sus nuevos pantalones a una pariente.

– Elena, le voy a dar estos pantalones a Marta, os quedarán perfectos – comentó la mujer como si nada.

– Mamá, ¿otra vez? Son mis pantalones, los compré yo y no los daré – exclamó la joven con enfado.

Anastasia Jiménez miró sorprendida a Elena, no esperaba que su hija se defendiera.

– ¿Te da pena o qué? ¿Y de quién has salido tan? Siempre fuiste egoísta – señaló la madre, molesta.

– Fácil ser generosa con las cosas de otros, empieza a repartir tus cosas – propuso la hija.

Anastasia Jiménez frunció el ceño, pero no respondió. Se vistió en silencio y se fue.

Aquel día, en la mente de Elena surgió un plan para enseñar a su madre una lección y vengarse de su infancia.

Se acercaba el cumpleaños de la hermana de su difunto padre, y sabía que la invitarían.

La tía Rosa siempre había sido amable con su sobrina, a diferencia de su madre, con la que no se llevaba bien.

Un día antes del cumpleaños, Elena visitó a Anastasia Jiménez y discretamente tomó la vajilla familiar.

A pesar de ser antigua, tenía un aspecto magnífico, y no daba vergüenza regalarla.

La tía realmente se alegró con el regalo, pero la madre, al notar su falta, se enfureció.

– ¿Dónde has puesto mi vajilla? La he cuidado toda la vida, estaba como nueva – preguntó Anastasia Jiménez con severidad.

– Mamá, siempre dijiste que hay que compartir y hacer buenas acciones – contestó Elena sonriendo. – Así que se la regalé a tía Rosa, y está muy contenta.

La mujer se quedó muda ante tal respuesta y miró a su hija triunfante durante unos minutos.

– Deberías haberme preguntado primero si quería regalarla – finalmente respondió Anastasia Jiménez.

– ¿Acaso me has preguntado alguna vez cuando te llevabas mis cosas de casa? – reclamó la hija.

– ¡La gallina enseña a los pollos, no al revés! Recuerda eso. Yo te compré esas cosas, así que tenía derecho a disponer de ellas como quisiera – exclamó la madre furiosa.

– Ese juego de vajillas lo compró papá, así que se podría decir que estoy repartiendo mi herencia – contestó Elena con ironía.

Anastasia Jiménez no soportó el atrevido comportamiento de su hija y la echó de casa.

Más de un año pasó sin que la madre contactara con Elena, negándose a responder sus llamadas por el fuerte resentimiento.

Sin embargo, con la llegada del Año Nuevo, reconsideró su relación y fue la primera en retomar el contacto.

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Mamá, siempre dijiste que era egoísta, así que regalé tu juego de té a la tía.