-Lo sé, mamá, toda la vida me has dicho que soy egoísta -sonrió Carmen-. Pues he decidido obsequiar tu vajilla a la tía Raquel.
Desde pequeña, Inés estaba acostumbrada a que los juguetes no duraran mucho en casa. Su madre, Doña Ana María Fernández, tenía la costumbre de visitar a amigos y regalarle los juguetes de su hija a otros niños.
-Mamá, ¿por qué te llevaste mi muñeca? -preguntó Inés, preocupada.
-Inés, cariño, sé que adorabas esa muñeca, pero la pequeña Lupita, la vecinita de enfrente, está enferma y se siente muy triste. Pensé que nuestra muñeca podía alegrarla un poco y hacer que se sintiera mejor. Siempre podemos comprar otra muñeca, pero las oportunidades de hacer buenas acciones no aparecen a menudo -explicó su madre, acariciándole el cabello.
Inés miró la muñeca con tristeza y luego volvió la mirada hacia su mamá, comenzando a llorar. No quería separarse de su juguete preferido.
Para Ana María Fernández, la aprobación de los demás era más importante que las lágrimas de su hija.
-No llores, no debes ser tan egoísta -dijo con impaciencia y la envió a sus deberes escolares.
Con el tiempo, a los regalos de juguetes se añadieron libros y ropa. Al principio, Inés se resignaba creyendo que su madre actuaba con buenas intenciones, pensando que realmente era egoísta.
Sin embargo, poco a poco, Inés comprendió que su madre no lo hacía con tan buenas intenciones, lo que generó en ella un sentimiento de resentimiento e incomprensión.
-Me voy a casa de la tía Clara. Volveré tarde -dijo Ana María Fernández, quitando el abrigo de la percha, el cual pertenecía a su hija.
-¿Te vas con mi abrigo? -rió Inés al ver su prenda en manos de su madre.
-No, mujer, ni en sueños entro en él. Tú eres mucho más delgada que yo -respondió su madre con una sonrisa forzada.
-Entonces, ¿por qué lo quitaste de la percha? -preguntó Inés con seriedad.
-Se lo prometí a Clara; el de su hija se rompió. No quieren comprar otro, ya llega la primavera -respondió su madre esquivando la pregunta.
-¿Y con qué me voy a abrigar, con el roto de ella? -increpó asombrada Inés.
-Ya te dije, pronto será primavera, no necesitarás el abrigo. Si hace frío, cogerás el mío -dijo Ana María Fernández, nerviosa.
Inés siguió contemplando a su madre con desconcierto, sintiendo cómo su indignación crecía.
“¿Por qué siempre se lleva mis cosas? ¿Por qué cree que está bien?” -se preguntaba la niña.
Por primera vez, con más determinación, se acercó a su madre y le arrancó el abrigo de las manos.
-Mamá, ¿por qué siempre regalas mis cosas? ¡No es normal! -dijo Inés, apretando los dientes.
-Eres demasiado egoísta, hija. Debes aprender a compartir -respondió Ana María Fernández frunciéndole el ceño.
-¿Pero por qué siempre lo mío? ¿Por qué mis juguetes, libros o ropa? -insistió Inés-. No tengo problemas en compartir, pero ¿por qué siempre lo mío? Ofrécele tu abrigo.
Su madre la miró, confusa, sin entender de qué hablaba.
Luego apretó los labios con un gesto de disgusto y salió de la casa en silencio. Inés se sintió satisfecha por haber defendido lo suyo y colgó de nuevo el abrigo.
Pasó el día con un sentimiento de orgullo por su acción, pero al día siguiente la historia se repitió.
Nadie pidió permiso a Inés ni rindió cuentas: Ana María Fernández volvió a tomar el abrigo y se fue de casa.
Su hija, al descubrir la falta, comenzó a llorar con tristeza. Ese día entendió que solo viviendo separada podría proteger sus pertenencias.
Cuando su madre regresó, vio el rostro desilusionado de su hija y sintió un leve atisbo de culpa.
Pero su orgullo y firmeza en sus creencias aplastaron esa sensación. El creciente descontento de Inés comenzó a transformarse en determinación para cambiar la situación.
Se esforzó al máximo para terminar el colegio con buenas notas e ingresar en la universidad.
Cuando finalmente se mudó a la residencia universitaria, experimentó cierto alivio.
Aunque compartía cuarto con otras tres estudiantes, Inés se preocupaba menos por la seguridad de sus cosas que estando en casa.
Pasaron los años, y al terminar los estudios, consiguió empleo y un lugar propio, una nueva etapa de vida comenzaba.
A pesar de lo vivido, Inés mantenía contacto regular con su madre, llamándola y visitándola ocasionalmente.
Un día, al visitar su casa, Ana María Fernández intentó, con la misma costumbre, regalar a una prima los vaqueros nuevos de Inés.
-Inés, voy a dar estos pantalones a Marta, le quedan perfectos -dijo tranquilamente.
-Mamá, ¿otra vez? Son mis vaqueros. Los compré yo y no los daré -exclamó Inés con irritación.
Ana María Fernández miró a su hija sorprendida, no esperaba que le plantara cara.
-¿Te los quieres quedar? Siempre fuiste avariciosa de pequeña -dijo con disgusto.
-Es fácil ser generoso con lo ajeno, comienza a regalar lo tuyo -sugirió Inés.
Su madre frunció el ceño, pero no contestó. Se vistió y se marchó en silencio.
Ese día, Inés ideó un plan para darle una lección a su madre y vengar su infancia.
Se aproximaba el cumpleaños de la hermana de su difunto padre, y sabía que sería invitada.
A diferencia de su madre, la tía Raquel tenía una buena relación con Inés.
Un día antes del cumpleaños, recogió de casa de su madre una elegante vajilla, haciéndola pasar como suya.
Aunque antigua, lucía perfecta, digna para un regalo.
Al recibir el presente, la tía Raquel quedo encantada, mientras Ana María Fernández, al notar la falta, se enfureció.
-¿Qué hiciste con mi vajilla? ¡La cuidé toda mi vida, parecía nueva! -preguntó con enojo Ana María Fernández.
-Mamá, siempre has dicho que hay que compartir y hacer buenas acciones -respondió Inés sonriendo-. Así que la regalé a la tía Raquel, estaba encantada.
Su madre se quedó pasmada, mirando a su hija triunfante.
-Debiste preguntar si yo quisiera regalarla -respondió finalmente Ana María Fernández.
-¿Y tú alguna vez me consultaste al llevarte mis cosas? -contraatacó Inés.
-Los jóvenes no enseñan a los mayores, ¡recuerda quién te las compró! -gritó su madre.
-¿Y la vajilla? La compró papá, así que dispongo de mi herencia -respondió Inés sarcásticamente.
Ana María Fernández no pudo tolerar la actitud desafiante de su hija y la echó de casa.
Pasó un año sin que madre e hija se hablasen, ni respondiese las llamadas, tal era la magnitud del resentimiento.
Sin embargo, al aproximarse Año Nuevo, Ana María reconsideró su relación y decidió dar el primer paso.