**Mamá, no te vayas**
Después de la cena, mamá se sentó junto a Javier, de siete años, y le rodeó los hombros con su brazo. El niño se puso tenso. La última vez que lo hizo, le anunció que se iría de viaje unos días por trabajo y que él se quedaría con su amiga, la tía Carmen. El problema era que la tía Carmen tenía una hija, Lourdes, insoportable y engreída, que siempre se quejaba de él y lo llamaba “enano”.
—¿Otra vez te vas de viaje? No quiero ir con la tía Carmen. Lourdes es horrible —dijo Javier, mirando a su madre con ojos suplicantes.
Ella sonrió y le revolvió el pelo, corto como un erizo. Javier, animado, insistió:
—Mamá, por favor, llévame contigo.
—No puedo. Estaré ocupada todo el día. ¿Qué harías tú solo? —Se levantó del sofá y empezó a caminar de un lado a otro, nerviosa.
—Tú misma dijiste que ya soy mayor. No quiero ir con la tía Carmen y Lourdes. ¿Puedo quedarme solo?
—¡Basta de quejarse! —le regañó—. Eres demasiado pequeño para estar solo. ¿Y si pasa algo? Si no quieres ir con la tía Carmen, te llevaré con la abuela.
—¿A Zaragoza? —preguntó Javier, ilusionado, con los ojos brillando.
—No, te llevaré con la otra abuela, la madre de tu padre.
Para Javier fue una sorpresa descubrir que tenía otra abuela. Nunca la había visto.
—No quiero —dijo, por si acaso.
—No te lo estoy preguntando. Recoge tus libros y lo que quieras llevarte. Yo prepararé tu ropa.
El corazón de Javier latió con fuerza. La última vez que su madre lo dejó con la tía Carmen, no llevó maletas. Eso significaba que ella se iría por mucho tiempo.
—No quiero ir a ningún lado con maletas. ¿Puedo ir contigo? —suplicó.
—¡Déjalo ya! Los hombres no lloran.
—Soy un niño, no un hombre —sollozó.
A la mañana siguiente, se vistió despacio, esperando que su madre cambiara de idea o que, frustrada, lo dejara quedarse en casa. Pero ella solo le gritó que el taxi los esperaba y que por su culpa no desayunarían.
Atravesaron la ciudad en el taxi y luego subieron en un ascensor lento. Javier observaba los números del panel hasta que se detuvieron en el undécimo piso. La puerta se abrió, y su madre lo empujó hacia una puerta metálica.
Quien abrió no parecía una abuela. Llevaba una bata roja con pájaros dorados y un peinado exagerado. Miró a Javier con desdén, como si hubiera visto una cucaracha. Su madre solía gritar con los insectos, pero aquella mujer solo frunció el ceño.
Normalmente, los adultos decían cosas como “¿Y este chiquitín quién es?” o “¡Qué niño más guapo!”. Ella no dijo nada, solo los observó alternativamente.
—Buenos días, Doña Margarita. Gracias por aceptar quedarse con Javier. Aquí está su ropa. Le he escrito sus horarios, lo que le gusta comer, la dirección del colegio…
—¿Cuándo volverás de tu… —la “abuela” resopló— “viaje de negocios”? Su voz era ronca, casi masculina.
“¿Será un hombre disfrazado?”, pensó Javier.
—En una semana, quizá antes —respondió su madre.
El corazón de Javier se hundió. La miró con ojos llenos de lágrimas y rabia.
—No te vayas. Mamá, llévame contigo —suplicó, aferrándose a su abrigo.
Las manos de la “abuela” le apretaron los hombros con fuerza, haciéndolo soltar el abrigo. Su madre cerró la puerta de inmediato. Javier empezó a gritar, a llamarla, a forcejear con el picaporte.
—¡No chilles! Me vas a dejar sorda —gruñó la mujer, soltándolo—. Basta de dramas. Desvístete. Espero que tu madre no se olvidara de tus zapatillas. No voy a gastar dinero en ti. Con mi pensión no llego.
Se alejó, dejándolo solo en el recibidor.
Aunque tenía calor, por terquedad no se quitó el abrigo. Se sentó en cuclillas, apoyado contra la puerta, pero pronto le dolieron las piernas. Finalmente, se levantó, se desabrochó la chaqueta y vio sus zapatillas en la mochila. Al verlas, recordó su casa, a su madre, y rompió a llorar.
Cuando entró en la cocina, la “abuela” estaba sentada fumando. Javier la miró asombrado. Nunca había visto a una abuela con un cigarrillo.
—Me llamo Margarita Valverde. ¿Puedes decirlo? —Movió la mano—. Llámame Marga.
Aplastó el cigarrillo como si fuera una cucaracha y tosió. Algo en su pecho sonaba como un motor averiado.
¿Cuánto tiempo vivió con Marga? Le pareció una eternidad. Rara vez hablaban. Un par de veces lo llevó al colegio; luego fue solo. Pasaba los días fumando y viendo la tele.
Un día, al volver del colegio, vio su mochila en el recibidor.
—¿Ha venido mamá? —preguntó, esperanzado.
—No.
A la mañana siguiente, Marga lo llevó a una casa de dos plantas que parecía una guardería enorme. No tuvo tiempo de leer el letrero. Sudaba en el pasillo mientras Marga hablaba con la directora.
Luego salió sin mirarlo. La directora lo tomó de la mano y lo guió por un pasillo interminable. Tras cada puerta, se oían voces de niños. Subieron al segundo piso y entraron en una habitación con diez camas alineadas.
La directora señaló una cama y se fue. Antes de que Javier pudiera acomodarse, entraron cuatro chicos. Dos eran mucho más grandes. Cuatro pares de ojos lo escrutaron.
—¿Cómo te llamas, nuevo? —preguntó el mayor.
—¿A tu madre le quitaron la custodia o la atropelló un coche? —dijo otro.
—Está de viaje —murmuró Javier.
—¡Ja! Conocemos esos “viajes”. Tu madre encontró un novio y te metió aquí para no estorbar.
—¡No es verdad! Vendrá a buscarme…
Los chicos vaciaron su mochila en el suelo. Se repartieron su ropa y sus libros.
Javier intentó defenderse, pero ¿qué podía hacer contra cuatro? Lo empujaron, lo golpearon. La rabia le dio valor. Embistió contra uno y lo empujó contra la pared, pero los otros cayeron sobre él.
No supo cómo terminó la pelea, porque entró la cuidadora, tía Rosario, y los separó con una escoba.
Esa noche, lo cubrieron con una manta y lo golpearon. Del miedo y la humillación, Javier se orinó. Por la mañana, los otros se burlaron, arrastrando sus sábanas por el pasillo.
La vida en el orfanato fue un infierno. Comparado con eso, vivir con Marga parecía el paraíso. Constantemente peleaba, lo castigaban. Se escondía en rincones oscuros y lloraba, llamando a su madre.
De mayor, intentó escapar varias veces, pero lo atraparon, lo devolvieron y lo castigaron. La cuidadora, tía Rosario, lo compadecía. A menudo se refugiaba en su cuarto de limpieza.
—Aguanta, cariño. Todo pasa. No odies a la gente. Hay muchos buenos —lo consolaba.
Cuando dejó el orfanato, tía Rosario le dio su dirección y teléfono.
Con el tiempo, Javier aprendió que el perdón no era para ella, sino para él, y aunque nunca olvidó, al fin dejó de cargar con el peso del rencor.