«Mamá, quédate con nosotros»: cómo la visita de la suegra lo cambió todo

«Mamá, quédate con nosotros»: cómo la visita de la abuela lo cambió todo

Raquel Martínez llegó a casa de su hija y yerno para quedarse unos días.
—¡Ha venido la abuela! —gritó emocionado su nieto Alejandro, de cinco años, en cuanto ella cruzó la puerta.
En el pasillo aparecieron enseguida a recibirla su hija Lucía y su yerno Adrián. Pasaron un rato en la mesa, charlando y sonriendo, todo parecía normal. Hacia el anochecer, Raquel se retiró a la habitación que le habían asignado para descansar. Horas más tarde, sintiendo sed, salió hacia la cocina.

Al acercarse a la puerta, oyó la voz de Adrián, hablando en tono bajo pero tajante con el niño. Lo que escuchó la dejó helada.

Raquel nunca se había metido en la vida de los demás. No daba consejos sin pedir, no criticaba. Solo si le preguntaban, decía lo que pensaba. Pero últimamente nadie la consultaba. Y ahora, al oír cómo le prohibían a su nieto comerse un pastel, le cambiaban el nombre a Óscar y le soltaban un sermón, entendió de repente que ya no podía quedarse callada.

Raquel era una mujer fuerte, elegante. Crió sola a su hija desde el divorcio, sin dejar entrar a nadie más en su vida. Lucía era su todo, casi como una amiga. Le contaba todo, hasta pedía consejo. Cuando Lucía se fue a estudiar a Madrid, Raquel vendió el coche, la parcela de la familia y le compró un piso en las afueras. No era el centro, pero estaba bien reformado.

Lucía estaba encantada. Poco después, presentó a un chico, Adrián. Parecía educado, arreglado, pero a Raquel algo no le cuadraba. Tenía una mirada demasiado calculadora. Y no se equivocó.

Adrián era celoso, tacaño y controlador. Insistió en que Lucía usara el vestido de novia de su hermana —*”casi nuevo”*—. La boda fue en el patio de los suyos, con comida casera, tiendas de campaña y vino de la tierra. La luna de miel, en el desván. El regalo de Raquel, dinero. Él lo pidió sin rodeos: *”Mejor en efectivo”*.

Raquel se mordió la lengua. *”Son jóvenes, que vivan su vida”*, pensó.

Nació su nieto. Lo llamaron Alejandro, como el abuelo. Pero Adrián anunció que le dirían Óscar porque le gustaba más. A Raquel le sentó fatal. Se ofreció a ayudar con el niño, pero Adrián no disimuló su molestia.

—No hace falta, mamá. Ya nos las apañamos. Vienes de visita y luego te vas a tu casa —dijo con sonrisa burlona, mientras Lucía asentía, como bajo un hechizo.

Pasaban los años. En cinco, Raquel apenas había visto al niño diez veces. Le dolía el alma, pero no quería imponerse.

Esta vez tenía que ir a la ciudad por unos análisis y decidió quedarse con ellos, aunque no le hacía ilusión. La visita fue fría. Adrián no habló pero la miraba con desaprobación. El niño iba con ropa vieja y solo comía avena y verduras.

—¿Por qué no come carne Ale? —preguntó Raquel.

—Adrián dice que es malo para los niños. Solo comida natural: cereales, frutos secos, ensaladas —respondió Lucía en voz baja.

Raquel se horrorizó. Todo le estaba prohibido al niño. Ni siquiera iba a la guardería. Cuando preguntó por ropa nueva, la respuesta fue seca:

—Adrián dice que gastar en niños es tontería. Todo se puede conseguir gratis. El dinero, mejor guardarlo.

Al tercer día, Adrián fue directo:

—No entres en nuestras habitaciones, no toques nuestra comida. Y paga por quedarte.

Raquel se quedó muda. En cuanto él salió, se giró hacia Lucía.

—¿En serio, hija? ¿Durmiendo en un sofá-cama, comiendo aparte y encima pagando? ¡Yo traigo mi propia comida! ¿Tu nevera solo tiene lechuga y avena, y el niño con ropa usada? ¿De qué tengo que pagar?

Lucía balbuceó que Adrián solo bromeaba. Pero el colmo fue cuando Raquel le dio un trozo de pastel al niño. De repente, un grito en el pasillo:

—¿Qué has comido? ¿Quién te lo ha dado? ¡No eres Ale, eres Óscar! ¡Cuántas veces te lo tengo que decir!

Adrián le arrebató el pastel al niño. Y entonces, Raquel no pudo callarse más.

—Escúchame, Adrián. ¿Has olvidado con qué dinero se compró este piso? ¡Es de mi hija! Tú aquí no pintas nada. ¡Qué vergüenza! ¡El niño come hierbas y va hecho un pobre! ¿Y encima me pides dinero? ¡Basta! Ale, vámonos, la abuela te va a enseñar lo que es comer bien.

—¿La pizza está rica? —preguntó el niño, sorprendido.

—¡Mucho! Vamos.

De camino, le compró un traje y unas zapatillas. En el restaurante, Ale comió con tal entusiasmo que Raquel contuvo las lágrimas.

—Abuela, ¿te quedarás? Es que a veces tengo hambre y papá dice que no puedo comer.

—Claro que me quedo. La abuela va a arreglar las cosas.

Cuando volvieron, Adrián ya se había ido. Se llevó sus cosas, el portátil y hasta la tele.

Lucía no la regañó. Al contrario, susurró:

—Mamá, gracias. Hacía tiempo que quería dejarlo, pero no me atrevía. Me ayudaste.

Raquel se quedó a vivir con ellos. En verano se fueron juntos de vacaciones. Y Lucía prometió:

—La próxima vez, solo me caso si tú das el visto bueno. ¡Eres la mejor!

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«Mamá, quédate con nosotros»: cómo la visita de la suegra lo cambió todo