—¡Mamá, otra vez la luz estuvo encendida toda la noche! —exclamó Alejandro, entrando irritado en la cocina.

Mamá, otra vez dejaste la luz encendida toda la noche exclamó Javier, entrando molesto en la cocina.

Ay, me quedé dormida, hijo Estaba viendo una serie y me venció el sueño respondió ella con una sonrisa culpable.

A tu edad ya deberías dormir de noche, no quedarte hasta tarde frente al televisor.

Su madre sonrió en silencio, sin contestar. Se ajustó la bata sobre el pecho para ocultar cómo le temblaba el cuerpo del frío.

Javier vivía en la misma ciudad, pero apenas visitaba. Solo cuando “tenía tiempo”.

Te traje frutas y la medicina para la presión dijo rápidamente.

Gracias, hijo. Que Dios te bendiga respondió ella con dulzura.

Quiso tocar su rostro, pero él se apartó. Tenía prisa.

Debo irme, tengo una reunión de trabajo. Te llamo estos días.

Bien, hijo. Cuídate susurró ella.

Cuando la puerta se cerró, su madre se quedó mucho tiempo mirando por la ventana, siguiendo con la mirada cómo su hijo desaparecía tras la esquina. Puso una mano sobre el corazón y murmuró:

Cuídate porque yo ya no estaré por mucho.

A la mañana siguiente, el cartero dejó algo en el viejo buzón. María caminó lentamente hasta la entrada, sacó un sobre amarillento con una letra familiar. Decía:

*”Para mi hijo Javier, cuando yo ya no esté.”*

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir, con la mano ligeramente temblorosa:

*”Mi querido hijo,
si lees estas palabras, es porque no tuve tiempo de decirte todo lo que sentía.
Recuerda: las madres no mueren. Solo se esconden en el corazón de sus hijos para que no sufran.”*

Dejó el bolígrafo y su mirada se posó en una vieja foto: un pequeño Javier con las rodillas raspadas.

*”¿Recuerdas cuando te caíste del árbol y dijiste que nunca más subirías?
Yo te enseñé a levantarte.
Así quiero que sepas hacerlo ahora, no con el cuerpo, sino con el alma.”*

Lloró en silencio, doblando la carta y escribiendo en el sobre:

*”Dejar junto a la puerta el día que me vaya.”*

Tres semanas después, sonó el teléfono.

Señor Javier, soy la enfermera de la clínica Su madre falleció anoche.

Él guardó silencio. Simplemente cerró los ojos.

Al llegar a su casa, el aroma a lavanda y silencio lo recibió. Sobre la mesa, su taza favorita aún marcada por el rojo de sus labios. En el buzón, un sobre con su nombre.

Dentro, su letra:

*”No llores, hijo. Las lágrimas no devuelven lo perdido.
En el armario dejé tu jersey azul. Lo lavé muchas veces aún huele a infancia.”*

Javier no pudo contenerse. Cada palabra dolía como un recuerdo que ya no podía enmendar.

*”No te culpes. Sabía que tenías tu propia vida.
Pero las madres viven incluso con las migajas de atención de sus hijos.
Llamabas poco, pero cada llamada era una fiesta para mí.
No quiero que sufras. Solo que recuerdes:
siempre estuve orgullosa de ti.”*

Al final, decía:

*”Cuando tengas frío, pon tu mano sobre el corazón.
Sentirás calor. Es yo latiendo dentro de ti.”*

Cayó de rodillas, apretando la carta contra su pecho.

Mamá ¿por qué no vine más? susurró.

La casa respondió con silencio. Se durmió en el suelo.

Al despertar, los rayos del sol se filtraban por las cortinas amarillas. Tocó las tazas, las fotos, su viejo sillón. En la nevera, una nota:

*”Javier, hice albóndigas y las guardé en el congelador. Sé que olvidas comer.”*

Volvió a llorar.

Pasaron días, pero la paz no llegaba. Trabajaba, vivía, pero su mente seguía en aquella casa.

Un fin de semana, regresó. Abrió la ventana y el canto de los pájaros entró. El cartero llegó al patio:

Buenos días, señor Javier. Mis condolencias.

Gracias

Su madre dejó otra carta. Dijo que se la entregara cuando volviera.

Tomó el sobre, lo abrió y leyó:

*”Hijo,
si regresaste, es porque me echaste de menos.
Te dejo esta casa no como herencia, sino como memoria viva.
Pon flores en la ventana. Hierve el té.
Y no dejes la luz solo para ti déjala también para mí. Quizá la vea desde aquí.”*

Sonrió entre lágrimas.

Mamá la luz estará encendida cada noche, te lo prometo.

Salió al patio, miró al cielo. Creyó ver su silueta en las nubes, con su bata blanca de flores.

Me enseñaste a vivir, mamá Ahora enséñame a vivir sin ti.

Pasaron los años. La casa seguía cálida, viva. Javier iba a menudo: regaba las plantas, arreglaba la verja, preparaba té como para dos.

Una vez, llevó a su hijo de cinco años.

Aquí vivía tu abuela dijo.

¿Y dónde está ahora, papá?

Ahí arriba. Pero nos escucha.

El niño miró al cielo y agitó la mano:

¡Abuela! ¡Te quiero!

Javier sonrió entre lágrimas. Y el viento pareció susurrar con voz cálida:

*”Y yo os quiero. A los dos.”*

Porque ninguna madre desaparece del todo. Vive en tu risa, en cómo te levantas, en cómo dices “te quiero” a tus hijos.

Porque el amor de una madre es la única carta que siempre llega a su destino.

Rate article
MagistrUm
—¡Mamá, otra vez la luz estuvo encendida toda la noche! —exclamó Alejandro, entrando irritado en la cocina.