¡Mamá, no te vayas!

**Mamá, no te vayas**

Después de cenar, mamá se sentó junto a Javier, de siete años, y le rodeó los hombros con un brazo. El niño se tensó. La última vez que hizo eso, le dijo que se iría unos días por trabajo y que él se quedaría con su amiga, la tía Lucía. No habría sido malo, de no ser por la hija de la tía Lucía, Martina, que era insufriblemente arrogante y siempre se quejaba de él, llamándolo “enano”.

—¿Otra vez te vas de viaje? No quiero ir con la tía Lucía. Martina es odiosa —dijo Javier, mirando a su madre.

Ella sonrió y le revolvió el pelo, que parecía un erizo. Javier se animó.

—Mamá, por favor, llévame contigo —suplicó.

—No puedo. Estaré ocupada todo el día. ¿Qué harías tú solo? —Se levantó del sofá y caminó nerviosa por la habitación.

—Tú misma dijiste que ya soy mayor. No quiero ir con la tía Lucía y Martina. ¿Puedo quedarme solo?

—¡Basta de quejarte! —le regañó—. Eres demasiado pequeño para vivir solo. ¿Y si te pasa algo? Si no quieres ir con la tía Lucía, te llevaré con la abuela.

—¿A Sevilla? —preguntó Javier, ilusionado, con los ojos brillando.

—No. Te llevaré con la otra abuela, la madre de tu padre.

A Javier le sorprendió descubrir que también tenía otra abuela. Nunca la había visto.

—No quiero —dijo, por si acaso.

—No te estoy preguntando. Recoge tus libros y lo que quieras llevar. Yo prepararé tu ropa.

El corazón de Javier latió con ansiedad. La última vez que lo dejó con la tía Lucía, no le hicieron llevar maletas. Esto significaba que su madre se iría por mucho tiempo.

—No quiero llevar cosas. ¿Puedo ir contigo? —insistió, lloriqueando.

—¡Para ya! Los hombres no lloran.

—Soy un niño, no un hombre —sollozó.

Por la mañana, se vistió despacio, esperando que su madre cambiara de opinión o perdiera la paciencia y lo dejara quedarse. Pero ella solo gritó, diciendo que el taxi los esperaba y que por su culpa no desayunarían.

Viajaron en taxi por toda la ciudad y luego subieron en ascensor. Javier miraba los números del panel. El ascensor se detuvo en el onceavo piso, y su madre lo empujó hacia una puerta de metal.

La mujer que abrió no parecía una abuela. Llevaba una bata roja con pájaros dorados y un peinado exagerado. Frunció el gesto al verlo, como si hubiera encontrado una cucaracha. Los adultos solían decir cosas como “¿Quién es este niño tan guapo?” o “¡Mira quién vino!”. Ella no dijo nada, solo miró alternativamente a Javier y a su madre.

—Buenos días, Margarita. Gracias por aceptar quedarte con Javier. Aquí está su ropa y un papel con sus horarios, lo que le gusta comer y la dirección de la escuela…

—¿Cuándo volverás de tu… —la “abuela” resopló— “viaje de trabajo”? Tenía una voz ronca, casi masculina.

“Tal vez es un hombre disfrazado”, pensó Javier.

—En una semana, quizá antes —dijo su madre.

El corazón de Javier se hundió. La miró con ojos llenos de lágrimas y reproche.

—No te vayas. Mamá, llévame —suplicó, aferrándose a su abrigo.

Las manos de la “abuela” le apretaron los hombros con fuerza. Sorprendido, Javier soltó el abrigo. Su madre cerró la puerta rápidamente. Él gritó, la llamó, forcejeó con el picaporte.

—¡No chilles! Me has dejado sorda —dijo la mujer, soltándolo—. Basta de escándalos. Quítate el abrigo. Espero que tu madre no olvidara tus zapatillas. No voy a gastar dinero en ti. Con la pensión que tengo… —Se alejó, dejándolo solo en el recibidor.

Aunque tenía calor, por terquedad no se quitó el abrigo. Se agachó contra la puerta, pero pronto le dolieron las piernas. Al abrir la mochila, vio sus zapatillas. Le recordaron a casa, a su madre, y rompió llorar.

Cuando entró en la cocina, la “abuela” fumaba sentada a la mesa. Javier la miró fijamente, pues nunca había visto a una abuela fumar.

—Me llamo Margarita Benjamina. ¿Puedes decirlo? —Hizo un gesto—. Llámame Marga.

Extinguió el cigarrillo en el cenicero, como si aplastara una cucaracha, y tosió. Algo en su pecho sonaba como un motor estropeado.

¿Cuánto tiempo vivió con Marga? Le pareció una eternidad. Casi no hablaban. Lo llevó un par de veces al colegio, luego fue solo. Ella fumaba y veía la tele todo el día.

Una tarde, al volver del colegio, vio su maleta en el recibidor.

—¿Ha venido mamá? —preguntó, esperanzado.

—No.

A la mañana siguiente, Marga lo llevó a un edificio de dos plantas, parecido a un colegio grande. No alcanzó a leer el letrero. Sudó en el pasillo mientras Marga hablaba con la directora.

Luego salió sin mirarlo. La directora lo tomó de la mano y lo llevó por un pasillo largo. Tras cada puerta se oían voces de niños. Subieron al segundo piso y entraron en una sala con diez camas.

La directora señaló una cama y se fue. Antes de que Javier se acomodara, entraron cuatro chicos. Dos eran mucho mayores.

—Nuevo, ¿cómo te llamas? —preguntó el más alto.

—¿A tu madre le quitaron la custodia o la atropelló un coche? —dijo otro.

—Está de viaje —musitó Javier.

—¡Ja! Ya conocemos esos viajes —se rieron—. Tu madre encontró un novio y te metió aquí para no molestarla.

—¡No es verdad! Volverá por mí…

Le quitaron la mochila y tiraron todo al suelo. Se repartieron su ropa y libros.

Javier intentó defenderse, pero ¿qué podía hacer contra cuatro chicos más grandes? Lo empujaron, lo zarandearon. La rabia le dio valor. Embistió a uno, pero los otros cayeron sobre él.

No se sabe cómo habría terminado si la cuidadora, tía Carmen, no los hubiera separado con una escoba.

Esa noche, le taparon la cabeza con una manta y lo golpearon. Entre el miedo, la humillación y el dolor, Javier se orinó. Por la mañana, los otros colgaron sus sábanas como trofeo.

La vida en el orfanato fue un infierno. Hasta Marga le parecía el paraíso. Siempre peleaba, siempre lo castigaban. Se escondía en rincones, llorando y llamando a su madre.

De mayor, escapó un par de veces. Lo encontraron, lo devolvieron y lo castigaron. Tía Carmen lo consolaba:

—Aguanta, cariño. Hay gente mala, pero también buena.

Al salir del orfanato, tía Carmen le dio su dirección.

—Visítame. Evita malas compañías. ¿Qué harás?

—Estudiar y trabajar.

—Bien. Sin estudios no se va lejos.

Después de disfrutar su libertad, Javier fue a casa de tía Carmen. Ella le dio de comer, lamentando su suerte.

Le asignaron un piso sucio, con olor a tabaco y alcohol. Pintó las paredes. Tía Carmen le dio cortinas y vajilla vieja. Así empezó su vida adulta. TrabajCon el tiempo, Javier construyó una vida llena de amor junto a su propia familia, aprendiendo a sanar las heridas del pasado sin olvidar que, aunque la vida no siempre es justa, la bondad puede florecer incluso en los lugares más oscuros.

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